RHS. Revista. Humanismo. Soc. 13(2), e7/1-21, jul.- dic. 2025 / ISSNe 2339-4196

 

Artículo de reflexión

 

 

Desentrañando el poder: la transición foucaultiana de la gubernamentalidad pastoral a la neoliberal

Unraveling Power: Foucault’s Transition from Pastoral to Neoliberal Governmentality

 

Jorge Alberto López-Guzmán1

lopezg@unicauca.edu.co

https://orcid.org/0000-0001-8538-4004

 

https://doi.org/10.22209/rhs.v13n2a07

 

Recibido: abril 27 de 2025.

Aceptado: agosto 29 de 2025.

 

Para citar: López-Guzmán, J. A. (2025). Desentrañando el poder: la transición foucaultiana de la gubernamentalidad pastoral a la neoliberal. RHS-Revista Humanismo y Sociedad, 13(2), 1-21. https://doi.org/10.22209/rhs.v13n2a07

 

Resumen

Este artículo tiene como propósito examinar, desde una perspectiva genealógica foucaultiana, la transformación de las formas de gubernamentalidad desde el pastorado cristiano hacia la racionalidad neoliberal contemporánea. A partir de una lectura crítica de las tecnologías de poder —disciplina, biopolítica y seguridad—, se argumenta que estas no constituyen etapas sucesivas, sino racionalidades coextensivas que operan de forma entrelazada en la conformación de los dispositivos de gobierno modernos. La hipótesis central sostiene que la gubernamentalidad neoliberal no representa una ruptura con la lógica pastoral, sino su reformulación secularizada: el neoliberalismo hereda y transforma la estructura del poder pastoral, sustituyendo la salvación espiritual por la autorrealización económica, bajo criterios de libertad, competencia y autoexplotación. El análisis se apoya en fuentes primarias poco abordadas del pensamiento de Michel Foucault, como Omnes et singulatim y conferencias complementarias a sus cursos en el Collège de France, así como en literatura crítica contemporánea en lengua castellana. Esta articulación permite comprender cómo el neoliberalismo configura subjetividades que, en nombre de la libertad, internalizan normas de rendimiento, eficiencia y culpabilidad individual, por lo que reproducen una lógica de sujeción más sutil y eficaz.

 

Palabras clave: gubernamentalidad, neoliberalismo, poder pastoral, Michel Foucault, biopolítica.

 

Abstract

This article examines, from a Foucauldian genealogical perspective, the transformation of forms of governmentality from Christian pastoralism to contemporary neoliberal rationality. Through a critical reading of power technologies —discipline, biopolitics, and security—the authors argue that these do not represent successive stages but rather coextensive rationalities that operate in tandem within the formation of modern government apparatuses. The central hypothesis is that neoliberal governmentality does not constitute a rupture with pastoral logic but rather a secularized reformulation of it: Neoliberalism inherits and reconfigures the structure of pastoral power, replacing spiritual salvation with economic self-realization, under the imperatives of freedom, competition, and self-exploitation. The analysis draws on seldom-discussed primary sources in Foucault’s thought, including Omnes et singulatim and lectures that supplement his courses at the Collège de France, as well as contemporary critical literature in Spanish. This articulation makes it possible to understand how neoliberalism produces subjectivities that, in the name of freedom, internalize norms of performance, efficiency, and individual culpability—thereby perpetuating a more subtle and effective logic of subjection.

 

Keywords: Governmentality, Neoliberalism, Pastoral Power, Michel Foucault, Biopolitics.

Introducción

 

Con el advenimiento de la Edad Contemporánea, la naturaleza del castigo experimentó un cambio radical. Las formas tradicionales de pena corporal, como los suplicios y las torturas, cedieron lugar a un modelo que buscaba intervenir en aspectos más inmateriales, tales como la conciencia o el alma de los individuos (Foucault, 1998).

 

Es fundamental precisar desde el inicio que, en este trabajo, las disciplinas, la biopolítica y la seguridad no se entienden como fases históricas consecutivas o mutuamente excluyentes del poder foucaultiano. Por el contrario, las vemos como lógicas de gobierno que, aunque surgieron con predominio en épocas diversas, conviven y se entretejen de múltiples formas en la estructura del poder actual (Foucault, 2007; Benente, 2017). Si bien cada una tiene su propia racionalidad e instrumentos, es su articulación lo que facilita la comprensión de la complejidad de la sujeción.

 

Específicamente, la investigación procura explorar las conexiones genealógicas que unen la gubernamentalidad pastoral con la creciente gubernamentalidad neoliberal. Se plantea que, a pesar de su distancia temporal y contextual, la matriz pastoral de la guía de las almas encuentra ecos y evoluciones en la racionalidad empresarial y de autogestión que caracteriza al neoliberalismo, lo que configura una suerte de ‘salvación’ en el ámbito económico (Villacañas, 2021).

 

Para ello, se prestará especial atención a cómo las “tecnologías de poder” y la “microfísica del poder” operan en estos contextos, entendiendo las primeras como los dispositivos y procedimientos concretos de dominación, y la segunda como el entramado capilar de relaciones de poder que moldean las conductas individuales y colectivas en los niveles más bajos de la sociedad (Foucault, 1998).

 

La masiva concurrencia a las plazas públicas para observar los castigos en los siglos xvi y xvii empezó a mermar, pues se dio el declive de la tortura como espectáculo al aire libre. La invención de la guillotina simbolizó un cambio significativo en tanto procuraba una muerte más rápida y menos exhibicionista. Este método introdujo la noción de igualdad, al aplicarse sin distinción de origen o estatus, y se diseñó para minimizar el padecimiento del condenado. En la visión de Foucault (1998), la función de la guillotina al quitar la vida era análoga a la privación de la libertad que ejerce la prisión o la reducción de bienes que implica una sanción económica: una supresión que operaba de manera casi intangible sobre el cuerpo.

 

Paradójicamente, la guillotina, concebida para una ejecución más “humana”, también se percibió como un método excesivamente cruel. Ello llevó a su progresiva retirada entre los siglos xvii y xix, bajo la justificación de que el castigo debía enfocarse en la enmienda del alma más que en el tormento del cuerpo. Esta evolución culminó en la creación de los sistemas penitenciarios, cuya esencia radica en la privación de la libertad, considerada el bien más valioso para los individuos.

 

La emergencia de este nuevo aparato penal implicó la incorporación de diversos especialistas —psiquiatras, psicólogos, pedagogos, antropólogos, sociólogos, entre otros—. Estos “personajes extrajurídicos”, como los designa Foucault (1998), asumieron la tarea fundamental de validar el proceso judicial a partir del cuerpo del condenado y de su ‘alma’.

 

La aparente humanización del castigo, sin embargo, se entrelazaba con tácticas de poder más sutiles, que Foucault (1998) denomina la microfísica del poder. Un rasgo distintivo de esta microfísica es que los individuos no suelen ser conscientes de la dominación y el disciplinamiento a los que están siendo sometidos. Así, el poder del Estado o del soberano se despliega de manera estratégica, insertando la dimensión del alma en el entramado de la justicia moderna. Cabe destacar que la noción de alma en Foucault (1998) no es unívoca, sino que abarca connotaciones como la psique, la personalidad, la subjetividad o la conciencia.

 

La evolución de los sistemas de castigo ha pasado de meras tácticas punitivas a complejas estructuras normalizadoras. Este cambio fue clave para el surgimiento de las “tecnologías de poder” que Michel Foucault (1998) describe como mecanismos para influir tanto en el cuerpo como en la mente de las personas. La prisión, como institución, se convirtió en el modelo de la disciplina moderna, diseñada para moldear integralmente al individuo. Dentro de estos centros, nuevos actores como capellanes, psicólogos y trabajadores sociales comenzaron a legitimar la disciplina del condenado más allá de la simple retribución. El objetivo ahora era la “corrección social”, una intervención profunda para modificar hábitos y valores, con el objetivo de reintegrar al individuo como un sujeto “normalizado” y productivo.

 

Esta transformación implicó ver al delincuente no solo como un transgresor, sino como un ser con una personalidad e historia susceptibles de análisis y modificación. La prisión se convirtió en una especie de “laboratorio social” (López-Guzmán, 2024a) donde se perfeccionaron técnicas de control y transformación, y se sientan las bases para sistemas de gestión de la desviación que van más allá del castigo físico, y que la normalización y la subjetivación. En esencia, el propósito de disciplinar los cuerpos y dominar las almas significaba una profunda pretensión de modificar conductas e inculcar valores dominantes, haciendo de la disciplina una tecnología de poder para producir sujetos dóciles y útiles al sistema social y económico (Foucault, 1998).

 

Este trabajo, desde una perspectiva foucaultiana, examina la evolución de la gubernamentalidad desde el pastorado cristiano hasta la racionalidad neoliberal contemporánea. Argumentamos que las tecnologías de poder (disciplina, biopolítica y seguridad) no son etapas sucesivas, sino racionalidades entrelazadas que configuran los dispositivos de gobierno actuales.

 

En este marco, se plantea como hipótesis central que la gubernamentalidad neoliberal no representa una ruptura con la matriz pastoral cristiana, sino su reformulación secularizada. Bajo nuevas coordenadas —como la autorresponsabilidad económica, la competitividad meritocrática y la optimización del capital humano—, el neoliberalismo reinventa el cuidado de las almas en clave productiva. Se trata de una “pastoral sin pastor”, donde los individuos se gobiernan a sí mismos bajo la promesa de libertad, pero dentro de dispositivos que regulan el riesgo, la eficiencia y la normalización de las conductas.

 

La pregunta que orienta este análisis es, entonces: ¿en qué medida la gubernamentalidad neoliberal constituye una secularización del poder pastoral? A partir de esta interrogante, se argumenta que el neoliberalismo no puede entenderse como una innovación radical, sino como una racionalización intensificada del arte de gobernar a los sujetos, heredada de la teología cristiana. La figura del pastor no desaparece, sino que se internaliza en el sujeto neoliberal, quien asume la tarea de su propia vigilancia, regulación y redención económica.

 

El valor agregado de este trabajo radica, por un lado, en la incorporación de una bibliografía foucaultiana más amplia y específica —incluyendo textos poco abordados como Omnes et singulatim y conferencias dictadas en el Collège de France—, lo que permite complejizar el análisis del poder más allá del canon. Por otro lado, se establece un diálogo con aportes recientes de la producción crítica iberoamericana —como los de Santiago Castro-Gómez, Mauro Benente, José Luis Villacañas, Marcelo Raffin y Adán Salinas Araya—, que permiten situar estas racionalidades de gobierno en claves teológicas, poscoloniales y latinoamericanas.

 

En conjunto, el artículo traza una genealogía del poder gubernamental desde la perspectiva de Foucault e interroga las formas contemporáneas de sujeción, exclusión y producción de subjetividad propias del neoliberalismo. Al hacerlo, ofrece herramientas conceptuales para repensar críticamente las maneras en que hoy somos gobernados.

 

Disciplina y disciplinamiento

 

En la comprensión foucaultiana del poder, es fundamental diferenciar y usar con rigor los términos “microfísica del poder” y “tecnologías de poder”. La “microfísica del poder” (Foucault, 1998) no se reduce a la simple constatación de que los individuos no son conscientes de su dominación, sino que refiere al análisis de las tácticas y estrategias capilares del poder que operan a un nivel molecular, en los intersticios de las instituciones y las prácticas cotidianas. Se trata de una forma de poder que no se ejerce desde un centro único y visible, sino que se difunde y se internaliza, produciendo efectos de dominación y subjetivación a través de múltiples puntos de aplicación. Complementariamente, las tecnologías de poder (Foucault, 2007) aluden a los dispositivos, los procedimientos, los saberes y los cálculos concretos a través de los cuales el poder se ejerce. Son los medios instrumentales que permiten el modelado de los cuerpos, la gestión de las poblaciones y la conducción de las conductas. La disciplina, por ejemplo, no es solo una forma de poder, sino un conjunto de tecnologías disciplinarias (como la vigilancia, la normalización, el examen) que operan en el cuerpo social para producir individuos dóciles y útiles, y que, en su conjunto, constituyen parte de la microfísica del poder.

 

La disciplina se ha vuelto un elemento fundamental en las estrategias de control sobre las personas. Las instituciones encargadas de este adoctrinamiento y sujeción emplean una amplia gama de métodos y tácticas para moldear a los individuos según sus necesidades. Un ejemplo ilustrativo de esta transformación lo vemos en cómo se concibió al soldado durante el siglo xviii. Al principio, se valoraba a los militares por sus habilidades naturales o su constitución física innata, como su fuerza o resistencia en combate.

 

No obstante, hacia la segunda mitad del siglo xviii, hubo un cambio radical: se dejó de pensar en el soldado como un ser con cualidades preexistentes para adoptar la idea de que podía ser “fabricado”. Los militares empezaron a ser producidos y moldeados mediante la aplicación sistemática de métodos de disciplina. Este entrenamiento intensivo buscaba inculcarles obediencia incondicional, precisión en los movimientos, resistencia a la fatiga e interiorización de rutinas estrictas.

 

Es en este punto donde la noción foucaultiana de “cuerpos dóciles” cobra pleno sentido. Como explica Foucault (1998), un cuerpo es dócil cuando “puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser trasformado y perfeccionado” (p. 125). Estos cuerpos dóciles son el resultado de internalizar las disciplinas, transformándose en instrumentos maleables que pueden ser subordinados y dirigidos eficientemente hacia un fin específico, como las necesidades del ejército y del Estado. La disciplina, mediante sus rituales, jerarquías, vigilancia y sanciones, crea individuos cuyos cuerpos y mentes están entrenados para responder de forma predecible y eficaz a las órdenes, perdiendo gran parte de su espontaneidad y autonomía en el contexto militar. Esta “fabricación” de cuerpos dóciles en el ámbito castrense sentó un precedente y un modelo que se aplicaría luego en otras instituciones sociales, como escuelas, fábricas y prisiones, con el objetivo de generar individuos funcionales y adaptados a las demandas del orden social y económico.

 

Conforme a la perspectiva de Foucault (1998), las disciplinas son los procedimientos que facilitan la vigilancia exhaustiva de las acciones corporales y aseguran una subordinación continua de las fuerzas individuales, imponiendo así una conexión entre docilidad y utilidad. Mediante estas disciplinas se logra dominar y confeccionar ‘cuerpos dóciles’, es decir, figuras que pueden ser organizadas y utilizadas estratégicamente para fines determinados, como ejemplifican las modernas instituciones militares y policiales.

 

Michel Foucault profundiza en la manera en que las disciplinas, entendidas como un conjunto de técnicas y procedimientos para el adiestramiento y la vigilancia, contribuyen a la creación de lo que él denomina “cuerpos-máquina”. A través de la aplicación sistemática de estas disciplinas, los individuos desarrollan aptitudes y habilidades específicas, moldeando sus cuerpos y sus capacidades de acuerdo con las necesidades del poder. Este proceso de fabricación de cuerpos dóciles y útiles los orienta progresivamente hacia contextos donde son valorados por su potencial productivo para el Estado.

 

Esta concepción del cuerpo individual disciplinado se articula con la emergencia, a mediados del siglo xviii, de lo que Foucault (2007) denomina el “cuerpo-especie”. En este nivel, el Estado comienza a considerar a la población tanto como una suma de individuos, y como una entidad biológica con características y procesos propios. Surge una preocupación estatal por factores demográficos como los nacimientos, las muertes, la salud general y la incidencia de enfermedades. Estos fenómenos poblacionales se convierten en objetos de análisis y de intervención por parte del poder estatal, que busca regularlos y optimizarlos para asegurar la prosperidad y la fortaleza de la nación.

 

En este contexto, el Estado engendra un nuevo tipo de poder, un “poder sobre la vida” que Foucault (1976) conceptualiza como la biopolítica y que se ejerce a través del biopoder. Este biopoder no se limita a la represión o la prohibición, sino que opera de manera más sutil y productiva, con el fin de gestionar y administrar la vida de la población a través de diversas estrategias y tecnologías. Se trata de un poder que se inscribe en los cuerpos y regula los procesos vitales, con el objetivo de producir poblaciones sanas, productivas y dóciles, integrando la dimensión biológica de la existencia en las estrategias de gobierno. El biopoder se manifiesta en la implementación de políticas de salud pública, en la recopilación y análisis de estadísticas demográficas, en la regulación de la natalidad y la mortalidad, y en general, en la medicalización y normalización de la vida cotidiana.

 

Como consecuencia directa de la creciente preocupación por la gestión y el control de la población, el Estado comenzó a desarrollar una biopolítica, entendida como un conjunto de estrategias y mecanismos para administrar la vida y la salud de la población como un todo. Esta nueva forma de gobierno se centró en la regulación de los procesos biológicos de la población, para optimizar su salud, productividad y longevidad, ya que una población sana y vigorosa se consideraba esencial para el progreso económico y la fortaleza del Estado.

 

En su análisis del “poder sobre la vida”, Foucault (1986) introduce el concepto de ‘biopoder’, que se ejerce a través de lo que denomina “biopolítica”. Es fundamental señalar que, si bien Foucault utiliza ambos términos de manera interrelacionada y complementaria, la clara distinción conceptual entre ‘biopoder’ como el ejercicio de un tipo de poder que toma la vida como su objeto, y ‘biopolítica’ como la racionalidad o el campo estratégico específico de ese ejercicio, ha sido un desarrollo y una elaboración posterior en la literatura especializada. Esta distinción se ha instalado con mayor nitidez en la lectura italiana del pensamiento foucaultiano, con autores como Giorgio Agamben (2003), Roberto Esposito (2006) y Antonio Negri (Hardt & Negri, 2000), quienes han profundizado en las implicaciones teóricas de esta bifurcación. Para Foucault, el biopoder se inscribe directamente en los cuerpos y regula los procesos vitales de las poblaciones (la natalidad, la mortalidad, la morbilidad, la longevidad), de ahí que pretende producir poblaciones sanas, productivas y dóciles; mientras que, la biopolítica representa el conjunto de estrategias y técnicas a través de las cuales se administra y gestiona colectivamente esta vida poblacional en términos de saber y poder.

 

Uno de los principales impedimentos para el control y la optimización de los individuos fueron las enfermedades. Estas diezmaban periódicamente la población, lo que provoca la pérdida de miles de vidas productivas para el sistema económico emergente. Las epidemias causaban un notable declive demográfico, y afectaban la fuerza de trabajo y la estabilidad social.

 

Resulta fundamental entender el marco histórico que precedió a la emergencia de la medicina moderna y la estructura hospitalaria contemporánea. Anteriormente, la Iglesia católica asumía la mayor parte de la atención y el cuidado de los enfermos. En este período, las instituciones que cumplían una función similar a la de los hospitales eran, en gran medida, las propias iglesias y sus dependencias. Estos lugares no se centraban primordialmente en la curación física, sino que ofrecían un espacio para el consuelo espiritual y el cuidado del alma. Se creía que la enfermedad tenía una dimensión espiritual y que la sanación pasaba por la reconciliación con lo divino. En este sentido, los individuos acudían a estos espacios para buscar alivio espiritual ante la enfermedad y prepararse para la muerte, que se consideraba un destino inevitable. La atención se centraba en el bienestar espiritual del individuo en sus últimos momentos, más que en la intervención médica para prolongar la vida terrenal.

 

El punto más trascendental en la transformación de la medicina antigua hacia la medicina moderna emerge directamente de la sostenida inquietud del Estado en relación con su capacidad intrínseca para generar riqueza y sostener el crecimiento económico. El ascenso progresivo y cada vez más influyente de la clase burguesa, la consolidación de los principios fundamentales del capitalismo como sistema económico dominante, y la significativa migración de poblaciones desde las áreas rurales hacia los centros urbanos en expansión, crearon un contexto propicio para el desarrollo de nuevas estrategias de control, regulación y neutralización de las enfermedades y de las personas enfermas. Esta necesidad de gestionar la salud de la población se intensificó a medida que las ciudades se convertían en focos de concentración humana, lo cual facilitó la propagación de epidemias y representó una amenaza potencial para la fuerza laboral emergente.

 

Es fundamental entender que, en sus primeras etapas, la medicina no mostraba un interés primordial en los individuos como parte activa de la fuerza laboral. La principal preocupación del Estado y de los incipientes sistemas de salud se centraba más bien en contener la propagación de enfermedades contagiosas, capaces de diezmar a la población y de perturbar la estabilidad social y económica.

 

No fue sino hasta la segunda mitad del siglo xix, con la consolidación de la industrialización y la creciente importancia de la productividad en las fábricas, que se estableció de manera explícita la relación intrínseca entre el estado del cuerpo, la salud de los trabajadores y su impacto directo en la eficiencia y el rendimiento industrial. En este momento crucial, la medicina comenzó a utilizarse de forma más directa para asegurar y optimizar la salud de la clase trabajadora, reconociendo su papel esencial en la generación de riqueza dentro del sistema capitalista. Así, la salud de cada persona se transformó en un factor clave para la productividad económica; esto marcó un giro significativo en la evolución de la medicina y su vínculo con el Estado y el aparato productivo.

 

Es indispensable, sin embargo, evitar una lectura lineal o evolutiva de estas formas de poder. Foucault no propone una secuencia cronológica cerrada de etapas —disciplinaria, biopolítica y securitaria— sino una coexistencia conflictiva y funcional de múltiples racionalidades. La disciplina produce cuerpos dóciles; la biopolítica gestiona poblaciones; el dispositivo de seguridad, por su parte, calcula riesgos y establece umbrales de tolerancia para los fenómenos indeseables. Cada una de estas lógicas responde a diferentes problemas de gobierno y puede articularse en configuraciones específicas según los contextos históricos. Como explica Foucault en Seguridad, territorio, población (1996), el poder securitario “no elimina los fenómenos, sino que los deja correr dentro de ciertos límites” (p. 28), lo que revela una forma de gobierno que no actúa por represión directa, sino por regulación probabilística.

 

Gubernamentalidad pastoral

 

De esta manera, la burguesía, impulsada por su creciente poder económico, comenzó a consolidarse como la nueva clase dominante en la esfera política y desplazó progresivamente a la aristocracia tradicional. Este ascenso trajo consigo una transformación en la concepción y el ejercicio del poder estatal. El Estado, ahora más estrechamente ligado a los intereses y la visión del mundo burguesa, empezó a dirigir una atención sin precedentes hacia el estudio sistemático de sí mismo y de su población. Esta nueva preocupación se manifestó en la recopilación de datos demográficos, en el análisis de la riqueza y la producción, y en la implementación de políticas orientadas a la gestión y el desarrollo de la nación.

 

Esta mutación del poder pastoral en racionalidad neoliberal también puede comprenderse a partir de lo que Foucault denomina “tecnologías del yo”, es decir, los modos en que los individuos actúan sobre sí mismos para transformarse según determinados modelos normativos (1988). En el contexto neoliberal, estas tecnologías se reconfiguran para alinearse con los ideales de rendimiento, emprendimiento y autoexplotación. El sujeto es gobernado e inducido a gobernarse a sí mismo de manera activa y constante, bajo la lógica de la competencia. Esta autogestión no ocurre en el vacío, sino que es promovida por una red de discursos, instituciones y prácticas que prescriben lo que significa ser un sujeto “responsable” y “exitoso” en el orden neoliberal. Así, el poder no se limita a imponer desde fuera, sino que produce subjetividades dispuestas a vigilarse y castigarse a sí mismas en nombre de la eficiencia y la autosuperación.

 

En este contexto, se configuró un nuevo tipo de dominio que operaba a través de la utilización intensiva de las disciplinas en instituciones estratégicas como el ejército, las escuelas, los hospitales y los centros penitenciarios. Estas instituciones se convirtieron en los principales escenarios de aplicación de lo que Michel Foucault denominó “tecnologías del poder”. Por ejemplo, en el ejército, se buscaba formar soldados obedientes y eficientes; en las escuelas, ciudadanos instruidos y respetuosos de las normas; en los hospitales, cuerpos sanos y productivos; y en los centros penitenciarios, individuos corregidos y reintegrados a la sociedad (aunque este último objetivo fuera a menudo más teórico que práctico).

 

La gubernamentalidad, según Foucault (1996), no se limita al ejercicio de la soberanía o a la aplicación de la ley, sino que abarca un conjunto más amplio y complejo de prácticas, saberes y estrategias a través de las cuales se busca dirigir la conducta de los individuos y de la población en su conjunto. Implica la gestión de la vida, la salud, la economía, la moral y los comportamientos de los ciudadanos, con el objetivo de asegurar el bienestar, la seguridad y la prosperidad del Estado. La gubernamentalidad se apoya en las tecnologías del poder, como las disciplinas, pero también en otros mecanismos de regulación y control, como las políticas económicas, las campañas de salud pública y la producción de normas sociales. En esencia, representa una nueva racionalidad política que busca gobernar el territorio y la propia vida de la población.

 

En consonancia con sus planteamientos, Foucault (1996) puntualiza que el ejercicio del gobierno no se dirige a un territorio o a una estructura política per se, sino a sus habitantes, a los individuos que conforman la población. Esta idea de gobernar a los seres humanos, y no simplemente el espacio, se remonta a corrientes orientales precristianas, que más tarde se consolidaron de manera efectiva en el cristianismo de Oriente. Por ende, la relación pastoral representa, en su núcleo, el vínculo de Dios con la humanidad, configurando un tipo de poder religioso cuyo origen, cimiento y culminación radican en la autoridad que la divinidad ejerce sobre su pueblo.

 

Para comprender mejor esta lógica del “gobierno de los hombres” y su centralidad en la gubernamentalidad pastoral, resulta fundamental incorporar el análisis ofrecido por Foucault en su conferencia “Omnes et singulatim: hacia una crítica de la razón política”. En este texto, Foucault (1981) señala que el poder pastoral es una forma de gobierno que individualiza y totaliza al mismo tiempo: se ejerce “sobre todos y sobre cada uno”, y busca la salvación y el bienestar tanto del colectivo como del individuo aislado. Esta paradoja es clave para entender cómo el neoliberalismo hereda esta estructura de gobierno al apelar simultáneamente al individuo autónomo y a la población agregada, pero reemplazando la salvación espiritual por la autovaloración económica.

 

Foucault (1996) postula que el gobierno se ejerce sobre los individuos y las poblaciones, una idea de origen oriental y cristiano que la Iglesia católica instrumentalizó inicialmente mediante el poder pastoral para guiar a las almas hacia la salvación, estableciendo así las bases de la gubernamentalidad. Este modelo de “gobierno de las almas” se extendió posteriormente a la esfera política, donde el soberano asumió el rol de “pastor de hombres”. Tras siglos de disputas entre la Iglesia y el poder secular, se consolidó un dominio conjunto sobre la población. Esta dinámica evolucionó hacia una “gran bifurcación” (siglos xv-xvi, influenciada por la Reforma Protestante), que transformó la pastoral de almas en la razón gubernamental de la población. Foucault (1996) explica que esta razón gubernamental legitimó el poder del soberano a través de analogías del pensamiento de Santo Tomás, que equiparaban el gobierno del rey con el divino, el natural y el familiar.

 

Tal como argumenta Mauro Benente (2017), el poder pastoral no desaparece con la secularización del Estado moderno, sino que se reconfigura en prácticas de gubernamentalidad que sostienen una economía afectiva del cuidado, la vigilancia y la individuación. En su trabajo Gubernamentalidad y poder pastoral, Benente muestra cómo la figura del pastor se traslada al Estado liberal mediante dispositivos que combinan la obediencia y la autonomía, anticipando la subjetividad neoliberal. Esta lectura permite ver al neoliberalismo no como un quiebre, sino como una sofisticación del paradigma pastoral.

 

Foucault (1996) señala que el periodo entre 1580 y 1650 presenció una desgubernamentalización del cosmos, marcada por la deslegitimación teológica del mundo. Este cambio realzó la primacía del soberano o rey en la administración de la población, asumiendo un rol que se consideraba más allá de la intervención divina o natural.

 

La creciente complejidad en la administración de las poblaciones y el emergente interés estatal en la acumulación de riqueza rearticularon con urgencia, a finales del siglo xvi, la cuestión de la res pública. Esta situación impulsó un desafío al rey o soberano, demandándole el desarrollo de una forma de gobierno que superara los esquemas tradicionales de autoridad y gestión. Se consideraba que la providencia divina, las leyes naturales, e incluso las analogías del pastor y su rebaño o del padre de familia, no eran adecuadas para la eficiente gobernanza de un Estado moderno, pues les faltaba la experticia y el ‘arte’ esenciales para dirigir una entidad política tan compleja.

 

En aquel momento, se hizo evidente la necesidad de que el soberano adoptara y aplicara una “Razón de Estado”. Esta no era una lógica política común, sino una racionalidad específica, basada en el conocimiento experto y diseñada para alcanzar los objetivos fundamentales del Estado. Se concebía como el conjunto de principios y estrategias más idóneas para garantizar la supervivencia, la integridad y la prosperidad de la república.

 

Gracias a esta “Razón de Estado”, el gobernante podría salvaguardar la soberanía del Estado frente a amenazas tanto internas como externas, y al mismo tiempo, fomentar el desarrollo de una población capacitada. Se esperaba que esta población fuera numerosa y, además, sana, trabajadora y educada; es decir, que poseyera las cualidades necesarias para contribuir a la acumulación de riqueza, asegurar la cohesión territorial y social, y mantener la paz tanto dentro como fuera de sus fronteras. En definitiva, la “Razón de Estado” se convirtió en el nuevo paradigma de la gobernanza: un arte complejo que exigía un saber especializado y una aplicación racional para lograr los propósitos del Estado moderno.

 

Desde esta perspectiva, la gubernamentalidad debe entenderse tanto como una racionalidad política estatal, como una multiplicidad de formas de conducción de conductas que exceden al Estado y atraviesan instituciones, familias, empresas, e incluso prácticas subjetivas cotidianas. Foucault (2007) señala que “gobernar” remite a una heterogeneidad de prácticas que van desde el gobierno de los niños, de las almas, de las casas, hasta el de sí mismo. Esta visión amplia permite identificar cómo el poder se distribuye en una red difusa de dispositivos que promueven la gestión autónoma del riesgo, el tiempo, la salud, el deseo o la educación. En este sentido, el neoliberalismo, más que debilitar al Estado, desplaza su acción a una multiplicidad de formas de gobierno que se despliegan como una economía generalizada de la conducta.

 

Razón de Estado

 

La Razón de Estado (a partir del siglo xvii) se consolidó como el principio rector para el crecimiento y la defensa del soberano y la república. En este contexto, surgió la Estadística como una herramienta estatal esencial para conocer las fuerzas y debilidades de la nación (mortalidad, natalidad, riqueza); esto marcó el inicio de lo que Foucault (1996) denomina la ciencia de la biopolítica. Este “arte de gobernar” buscaba moldear la opinión individual hacia la estatal, forjando sujetos disciplinados política y económicamente. Aunque la población era una referencia implícita, Foucault (1996) señala que la reflexión explícita sobre esta aún no se había incorporado plenamente.

 

El desarrollo de la Razón de Estado fortaleció la gubernamentalidad, desplazó el gobierno pastoral de las almas para centrarse en el cuerpo y el desempeño de los individuos en la población. En los siglos xvii y xviii, este dominio se materializó a través de un nuevo dispositivo: la “policía”. Foucault (1996) aclara que, en ese periodo, “policía” se refería al conjunto de medios y autoridades con potestad política encargados de aumentar el poder estatal y mantener el buen orden para el crecimiento integral del Estado y sus miembros, distanciándose de la connotación actual del término.

 

En consonancia con los planteamientos de Marcelo Raffin (2022), es posible afirmar que la emergencia de la seguridad como principio rector del gobierno no representa una ruptura con la gubernamentalidad pastoral, sino una articulación con lógicas preventivas y estadístico-calculadoras. Raffin destaca cómo el paradigma securitario permite gestionar el riesgo y anticipar conductas al naturalizar la intervención del Estado en nombre de la libertad. Esta función de la seguridad como forma de regulación indirecta complementa las nociones de Foucault sobre dispositivos neoliberales.

 

La denominada Balanza de Europa, que impedía el ejercicio de poder por parte de Estados fuertes sobre los débiles, constituye otro punto relevante. Foucault (1996) argumenta que, para mantener dicho equilibrio, cada Estado requería de una “buena policía” capaz de fortalecer sus propias capacidades. Así, se establece una convergencia entre la policía y este equilibrio europeo, donde el conocimiento de las fuerzas y debilidades propias y ajenas se vuelve esencial. La finalidad de la policía, por tanto, residía en la vigilancia y gestión de la actividad humana en la medida en que esta contribuyera al desarrollo del poder estatal.

 

La rápida expansión económica del modelo liberal-capitalista forzó un cambio fundamental en el rol de la “policía”. Este cuerpo, que antes se enfocaba en mantener el orden básico, ahora debía asumir una tarea decisiva: proteger las riquezas crecientes y la estabilidad del propio sistema económico. Esto significaba prevenir posibles disturbios o levantamientos de quienes no se beneficiaban equitativamente de la prosperidad. Así, la policía amplió su función para vigilar y controlar movimientos sociales, disuadir protestas y reprimir cualquier resistencia que amenazara los intereses económicos dominantes, convirtiéndose en un escudo protector del orden liberal-capitalista frente a la inestabilidad social.

 

Este giro en la función policial es clave para entender la gubernamentalidad moderna. Aunque en sus inicios hubo una colaboración entre mercantilistas y la “policía” para fortalecer el Estado a través del comercio, la emergencia de los fisiócratas —quienes veían la tierra como principal fuente de riqueza— sentó las bases del liberalismo económico. Fue entonces cuando los economistas crearon una nueva forma de gobernar, centrada en el control y crecimiento de la economía en lugar de la “Razón de Estado” tradicional. Esta evolución marcó la obsolescencia de la policía como principal mecanismo de control poblacional, y de paso a una nueva y más dominante forma de gubernamentalidad, profundamente arraigada en principios económicos.

 

Con el tiempo, el papel de la policía ha experimentado una transformación significativa, alejándose de sus funciones tradicionales de mantener el orden público y perseguir delitos comunes. Ahora, esta institución asume responsabilidades mucho más amplias y complejas: se dedica a regular diversos fenómenos sociales, a gestionar y controlar a la población en general, y a prevenir activamente cualquier forma de sedición o levantamiento. Esta reorientación estratégica expande el campo de acción policial más allá de la mera aplicación de la ley, convirtiéndola en un instrumento clave para la gobernabilidad y la estabilidad social, capaz de anticipar y neutralizar amenazas al poder establecido, extendiendo así el control estatal a la vida cotidiana de los ciudadanos.

 

Esta evolución policial se inscribe en una reconfiguración más amplia del aparato estatal durante el siglo xviii, revelando una sofisticación en las técnicas de gobierno donde la vigilancia y la regulación de la población se vuelven centrales para la consolidación del poder. En este punto, los desarrollos de Foucault se articulan con los trabajos de Santiago Castro-Gómez (2010). Él ha mostrado cómo las racionalidades liberales y neoliberales, especialmente en contextos latinoamericanos, pueden producir un “racismo de Estado” encubierto como racionalidad económica. Esto nos permite entender que la gubernamentalidad neoliberal transforma al sujeto en capital humano y, además, reinscribe jerarquías coloniales: “racionaliza” el fracaso y excluye a quienes considera improductivos.

 

Gubernamentalidad neoliberal

 

Las dinámicas analizadas por Foucault son el origen de la gubernamentalidad neoliberal estadounidense, que instaura un dominio sobre la existencia humana. Este dominio se dirige, en especial, a la población cualificada y productiva, mientras que simultáneamente margina y estigmatiza a aquellos considerados ignorantes, mediocres y perezosos, por carecer de valor lucrativo y viabilidad en el sistema económico (López-Guzmán, 2020).

 

La lectura de José Luis Villacañas (2015) es igualmente útil para situar al neoliberalismo como una teología política secularizada. Según el autor, la gubernamentalidad neoliberal no elimina la lógica de redención espiritual que caracterizaba al poder pastoral, sino que la reinventa en clave meritocrática. El sujeto neoliberal es salvado por su capacidad de autorregulación y condenado por su incapacidad de competir. Esta mutación teológico-económica sitúa al neoliberalismo como una religión política basada en la gestión de la escasez y la competencia perpetua.

 

Como señala Wendy Brown (2015), el neoliberalismo moldea un tipo de sujeto económico y asimismo transforma radicalmente los fundamentos del pensamiento político moderno, por ende, desplaza la noción de ciudadanía por la de competencia. En línea con Foucault, pero profundizando su análisis, Brown argumenta que esta racionalidad no requiere de una coerción explícita; en cambio, se infiltra en las prácticas institucionales, los afectos y las aspiraciones individuales. En este sentido, el neoliberalismo no destruye el ámbito político, sino que lo “economiza”, convirtiendo aspectos como el cuidado, la justicia o la educación en simples cálculos de eficiencia y rentabilidad.

 

Aun cuando se ha detallado la evolución de los dispositivos disciplinarios y biopolíticos, es necesario comprender que la gubernamentalidad neoliberal no representa una ruptura ni una superación de la gubernamentalidad pastoral, sino más bien su reformulación en clave secular. El neoliberalismo hereda la estructura del poder pastoral —centrada en el conocimiento individualizado, la guía constante y la búsqueda de la salvación— y la reinterpreta en términos de optimización económica. Así, el “empresario de sí mismo” (Dardot & Laval, 2010) sustituye al “alma salvada”, y las políticas públicas actúan como técnicas de “redención” o “condena” en función de la productividad individual. Como Foucault (2007) advierte, el neoliberalismo ya no se interesa directamente por el cuerpo o la población, sino por la “república fenoménica de los intereses” (p. 307), un concepto que nos ayuda a entender cómo se ejerce el gobierno de forma indirecta mediante dispositivos de seguridad, competencia y autorresponsabilización.

 

Esta lógica pastoral-modernizada evidencia que el neoliberalismo no desecha la preocupación por las almas, sino que las reinvierte como capacidades económicas subjetivadas. La gubernamentalidad neoliberal, por tanto, radicaliza el control indirecto al interior de una racionalidad económica que gobierna a través de la libertad.

 

La biopolítica moderna coloca la vida en una encrucijada crítica: por un lado, la capacidad del Estado para disponer de ella, incluso autorizando su descarte sin consecuencias; por otro, su responsabilidad de asegurar la salud pública. Este punto de tensión, como señala Agamben (2003), es el catalizador que convierte la biopolítica en tanatopolítica.

 

Para los neoliberales norteamericanos, la economía política clásica omitió un análisis robusto del trabajo, considerado un elemento fundamental para la producción de bienes. Hardt y Negri (2000) señalan que los neoliberales reprochaban a los clásicos haber limitado el trabajo a aspectos temporales y cuantitativos, cuando lo esencial era dotarlo de una dimensión más humana e incorporarlo de manera más holística al estudio económico.

 

La perspectiva neoliberal redefine la comprensión de la economía, alejándola de la concepción de un proceso inherentemente complejo e impredecible para presentarla como una actividad directamente vinculada a la racionalidad intrínseca del individuo en su rol de trabajador y su contribución al ámbito económico. En esencia, el neoliberalismo busca empoderar a hombres y mujeres para que alcancen la autonomía económica, transformándose en “empresarios de sí mismos”. Este ideal implica la aspiración a una existencia donde los individuos no estén sujetos a la explotación o la opresión, sino que posean su propio capital y gocen de independencia frente a la figura de un jefe directo.

 

Adán Salinas Araya (2020) profundiza en cómo el neoliberalismo actúa como una tecnología de gobierno que convierte la vida en una empresa y nuestras emociones en herramientas para el autogobierno. En su análisis, Salinas Araya argumenta que la racionalidad neoliberal construye una “antropotecnia del rendimiento”, donde el fracaso se vive como una culpa puramente individual. Esta forma de subjetividad, aunque parezca autónoma, es en realidad producida por mecanismos que fusionan moralidad, eficiencia y optimización personal. Esta visión se basa en la idea de que la liberación de las fuerzas del mercado y la prioridad de la iniciativa individual son los motores esenciales para el progreso y el bienestar social. Al considerar a cada persona como un agente económico racional y capaz, el neoliberalismo impulsa un modelo donde la responsabilidad y los resultados (tanto éxitos como fracasos) recaen principalmente en el individuo; como consecuencia, se idealiza que la capacidad emprendedora lleva a la acumulación de capital y la independencia.

 

Sin embargo, esta perspectiva a menudo pasa por alto las complejidades de los sistemas económicos reales, como las desigualdades estructurales, las asimetrías de poder y otros factores externos que pueden limitar la autonomía individual. La idea de un individuo totalmente racional y autónomo, operando en un mercado perfectamente competitivo, es una abstracción que no siempre coincide con la realidad de muchas personas. La promesa de convertirse en un “empresario de sí mismo” puede no ser accesible para todos, y las dinámicas de mercado, aunque liberadas de ciertas regulaciones, pueden generar nuevas dependencias y vulnerabilidades. Por lo tanto, aunque los ideales de autonomía económica y la reducción de la explotación son metas valiosas, su aplicación práctica dentro del neoliberalismo exige un análisis crítico de las condiciones reales y las posibles consecuencias de sus principios.

 

Los planteamientos giran en torno a la noción de capital humano, entendido como una combinación de atributos innatos y adquiridos que configuran la idoneidad-máquina. Así, Occidente ha apostado por la inversión en el capital humano como el principal impulsor del desarrollo económico. Se ha desplazado el interés de la inversión en bienes físicos o de un análisis puramente cuantitativo de la economía, hacia las políticas sociales, culturales y educativas. De ahí que se identifica la falta de inversión en capital humano como la causa del subdesarrollo o atraso en los países del tercer mundo (Castro-Gómez, 2005; López-Guzmán, 2024b).

 

En esta reconfiguración de la economía política, Foucault (2007) argumenta que la clave del gobierno liberal y neoliberal no reside principalmente en la población per se o en el cuerpo de manera directa, sino en lo que él identifica como la “república fenoménica de los intereses” (p. 288). Este concepto es relevante para comprender la lógica de un gobierno indirecto, donde la intervención estatal se orienta a crear las condiciones que permitan a los individuos actuar según sus propios intereses, con la expectativa de que la suma de estas acciones individuales, mediadas por la competencia, resulte en el bienestar colectivo y el crecimiento económico. La gestión de esta “república de intereses” articula, con distintas declinaciones, tanto el liberalismo clásico como el neoliberalismo, configurando una lógica securitaria que busca garantizar un entorno propicio para el desarrollo de la competencia y el mercado.

 

La seguridad, en este contexto, trasciende la mera protección contra amenazas externas o la represión del delito. Se enfoca en la prevención de cualquier elemento que pueda perturbar el libre juego del mercado y la maximización de los intereses individuales, lo cual implica una vigilancia constante de los comportamientos económicos y una intervención sutil para corregir desviaciones o “riesgos” que puedan afectar la optimización de los mercados y la autogestión de los individuos como “empresarios de sí mismos” (Foucault, 2008b; Revel, 2009).

 

Lo expuesto hasta aquí permite comprender que la gubernamentalidad neoliberal opera como una forma avanzada de poder que, lejos de eliminar las tecnologías disciplinarias y biopolíticas previas, las subsume en una racionalidad centrada en la autorresponsabilidad y la competencia. Esta integración de tecnologías —disciplinares, securitarias y pastorales— no configura una superación histórica, sino una modulación adaptativa de los mecanismos de sujeción, más eficaces precisamente por operar desde la libertad percibida del sujeto.

 

La gubernamentalidad neoliberal y la figura del “empresario de sí”

La transformación de las formas de gobierno alcanza una de sus expresiones más complejas en la gubernamentalidad neoliberal, donde la lógica pastoral cristiana se seculariza y se reconfigura en clave económica. En este paradigma, la salvación del alma se reemplaza por la autorrealización económica y la optimización constante del capital humano, lo que constituye la figura central del “empresario de sí”. Este sujeto neoliberal es instado a gestionarse a sí mismo como una empresa, asumiendo la responsabilidad individual por su éxito o fracaso, bajo un imperativo de competitividad y rendimiento.

 

Filósofos como Pierre Dardot y Christian Laval (2010), en su obra seminal La nueva razón del mundo, han profundizado en la génesis y las implicaciones de esta figura. Para ellos, el ‘empresario de sí’ no es meramente un individuo que compite en el mercado, sino uno que internaliza las normas del mercado como principios de su propia conducta y existencia.

 

Ser ‘empresario de uno mismo’ significa que consigues convertirte en el instrumento óptimo de tu propio éxito social y profesional. Pero no bastaría con la tecnología del training y el coaching. Las técnicas de auditoría, vigilancia, evaluación, están destinadas a aumentar la exigencia de control de sí y de rendimiento individual. (p. 355)

 

El neoliberalismo no se limita a ser un conjunto de políticas económicas; es, más bien, una profunda “racionalidad de gobierno” que busca moldear nuestras propias subjetividades. Aquí se prolongan las lógicas disciplinarias de Foucault (1998): la autovigilancia, la autonormalización y el autoexamen se vuelven prácticas cotidianas para el sujeto neoliberal, transformando al individuo en el principal gestor de su propia docilidad y utilidad. La creación de este “empresario de sí” (Dardot & Laval, 2010) es un objetivo central que busca producir sujetos que, aunque parezcan autónomos, estén inherentemente autorregulados y operen eficazmente en un mercado flexible y competitivo. Esta “conducción de conductas” moldea nuestros deseos y acciones según los imperativos económicos, lo cual fomenta la autogestión a través de la educación, el bienestar social y el consumo, y exigiendo una constante autoevaluación para “invertir en uno mismo” y adaptarse, convirtiendo la vida en un proyecto empresarial.

 

El hegemónico discurso del desarrollo, reinterpretado por los gobiernos neoliberales, ha permeado todas las esferas de la vida, imponiendo un modelo rígido de progreso y justificando la acumulación económica. Sin embargo, esto se contrapone a prácticas de resistencia como el postdesarrollo y el buen vivir, que critican las promesas incumplidas (López, 2022). Complementariamente, Nikolas Rose (1999) ha explorado cómo el neoliberalismo se fusiona con la psicologización del yo: la constante autobservación y automejora se convierten en un nuevo dispositivo de control.

 

Los problemas sociales se “psicologizan” como deficiencias individuales, desvían la atención de causas estructurales y fortalecen la autorresponsabilidad. Esta optimización de la vida individual para la productividad resuena con la biopolítica foucaultiana (Foucault, 2007), pero en el neoliberalismo se individualiza, se delega en cada sujeto la gestión de sus riesgos. Esta gestión, aunque personal, se inserta en una biopolítica más amplia que abarca el control sobre elementos vitales como la alimentación y la biodiversidad (López-Guzmán, 2023; López-Guzmán, 2024b), donde la naturaleza es mercantilizada y se convierte en una herramienta de poder global.

 

La conexión entre esta psicologización de la subjetividad y el poder pastoral es notable. Si el pastorado cristiano ejercía la “conducción de las almas” a través de la dirección espiritual, la obediencia y la confesión para la salvación, el neoliberalismo rearticula este mecanismo. El pastorado neoliberal no busca la salvación trascendente del alma, sino la salvación inmanente del sujeto a través de su capacidad de adaptación, rendimiento y éxito económico. La cura animarum (cuidado del alma) se metamorfosea en cura sui (cuidado de sí) con una finalidad productiva.

 

La sumisión a la verdad del pastor se convierte en la sumisión a la verdad de los datos de rendimiento, los indicadores de eficiencia y los modelos de éxito empresarial. La figura del coach o del gurú de autoayuda emerge como un nuevo tipo de “director de conciencia”, ofreciendo técnicas y saberes para la autogestión y la optimización del capital humano individual. La confesión de los pecados se transforma en la revelación de las debilidades personales, los traumas o las ineficiencias psicológicas, no ante un sacerdote, sino ante terapeutas, coaches, o incluso ante el propio “yo” en un ejercicio de autosupervisión constante. El imperativo de “ser uno mismo” y de “trabajar en uno mismo” reproduce la lógica del examen de conciencia, donde la “verdad” sobre el yo se busca para alcanzar una “redención” en términos de productividad, salud mental y adaptación al mercado laboral.

 

Así, la autonomía y la libertad proclamadas por el neoliberalismo operan paradójicamente como nuevas formas de sujeción, que internalizan la función pastoral en el propio sujeto y se convierten en un claro ejemplo de la microfísica del poder que Foucault describió: un poder que no se ejerce desde un centro visible, sino que se difunde a través de las prácticas cotidianas, las normas internalizadas y las tecnologías de autogobierno, modelando la conducta desde dentro. En este sentido, la gubernamentalidad neoliberal no solo gestiona poblaciones, sino que “produce” individualidades a través de la constante incitación a la autogestión y a la “libertad” de elegir la propia disciplina, haciendo del sujeto su propio “pastor” y “vigilante”.

 

A modo de clausura

 

Este trabajo ha permitido trazar una genealogía crítica del poder que, desde la lógica pastoral cristiana hasta su secularización neoliberal, evidencia una continuidad transformada en los modos de gobernar la vida. Lejos de constituir una ruptura, la gubernamentalidad neoliberal representa una sofisticación de la racionalidad pastoral, ahora orientada no a la salvación espiritual, sino a la autorrealización económica. El neoliberalismo hereda la estructura del poder pastoral —individualizante, totalizante y centrado en la conducción de las conductas— y la reconfigura bajo el principio del rendimiento, haciendo del sujeto un “empresario de sí mismo” cuya libertad se convierte en vehículo de autogobierno y, al mismo tiempo, de control.

 

Este nuevo régimen de gubernamentalidad ya no actúa principalmente sobre cuerpos ni poblaciones, sino sobre la “república fenoménica de los intereses”, tal como advierte Foucault. La disciplina, la biopolítica y la seguridad coexisten como tecnologías que organizan tanto el espacio social como el psiquismo del sujeto. La libertad deja de ser una garantía contra el poder y se transforma en una técnica gubernamental: una forma de control ejercida desde el interior del sujeto. Así, el neoliberalismo produce una economía moral de la responsabilidad, donde el éxito se asocia a la virtud individual y el fracaso se convierte en culpa personal.

 

En diálogo con perspectivas contemporáneas —como las de Castro-Gómez, Benente, Villacañas y Raffin— este estudio reafirma que la gubernamentalidad neoliberal mantiene la doble lógica pastoral: gobierna a la vez “a todos y a cada uno”, ya no prometiendo salvación eterna, sino inclusión económica. Sin embargo, esta inclusión opera como un dispositivo de exclusión: quienes no alcanzan la norma de productividad son marginados, estigmatizados o desechados por el sistema.

 

La evolución de las técnicas de poder —desde la vigilancia del cuerpo hasta la administración de los intereses— ha dado lugar a un tipo de dominación que penetra las formas más íntimas de la vida. Las tácticas pastorales de guía, obediencia y redención han sido absorbidas por las lógicas de competencia, eficiencia y emprendimiento. Esta transición ha construido un paisaje social donde la precariedad se percibe como destino individual y no como efecto estructural de una racionalidad política.

 

El análisis revela que el sujeto neoliberal no es simplemente una figura económica, sino un producto ético-político forjado por una profunda racionalidad de gobierno. Esta subjetividad se configura mediante mecanismos que promueven la autovigilancia, la competencia permanente y la interiorización de la culpa ante el fracaso. Aquí, la libertad se transforma en una trampa: no habilita una autonomía real, sino que nos obliga a asumir como propias las lógicas de evaluación, optimización y rendimiento impuestas por el mercado. La gubernamentalidad neoliberal se presenta, así como una racionalidad ambivalente: mientras promete empoderamiento y eficiencia, simultáneamente impone jerarquías, normaliza desigualdades y castiga la improductividad. Esta ambivalencia no es un defecto del modelo, sino una condición esencial para el ejercicio de un poder más sutil y eficaz, que atraviesa nuestra subjetividad y naturaliza las estructuras de exclusión.

 

Desde una perspectiva crítica, comprender la continuidad entre el pastorado cristiano y el neoliberalismo nos permite “desnaturalizar” las formas actuales de sujeción. Esta genealogía del poder nos invita a cuestionar discursos que presentan el emprendimiento individual o la meritocracia como verdades incuestionables. Siguiendo la ética de Foucault (1991) —entendida como el arte de no dejarse gobernar con tanta facilidad—, la crítica al neoliberalismo no busca solo denunciar, sino problematizar los saberes que lo sostienen como la única racionalidad política posible. Repensar la gobernabilidad implica abrir el horizonte a formas alternativas basadas en el cuidado mutuo y la justicia, donde el Estado juegue un rol transformador para mitigar las desigualdades. En síntesis, el neoliberalismo es una mutación del gobierno más difusa y peligrosa, que se oculta bajo la apariencia de libertad y autonomía para instaurar un régimen de optimización y control, apropiándose del alma pastoral para moldear un sujeto que interioriza la lógica del rendimiento como mandato ético. Reconocer esta operación de poder es acuciante para desarticular sus efectos más invisibles.

 

Referencias


  1. 1 Universidad del Cauca, Popayán, Colombia.