RHS. Revista. Humanismo. Soc. 8(2), diciembre 2020 / ISSNe 2339-4196

Documento de reflexión no derivado de investigación

Sentidos de comunidad y construcción de paz

Senses of community and peace building


Nicolasa María Durán Palacio1

nicolasa.duranpa@amigo.edu.co

https://orcid.org/0000-0001-5492-6931

Magda Victoria Díaz Alzate1

magda.diazal@amigo.edu.co

https://orcid.org/0000-0002-7712-8462

 

https://doi.org/10.22209/rhs.v8n2a10

 

Recibido: agosto 2 de 2020.

Aceptado: diciembre 7 de 2020.

Resumen

Construir paz y convivencias pacíficas en las comunidades supone el reconocimiento de las graves violencias letales, visibles e invisibilizadas que, al conocerlas, nos dejan en la perplejidad y el desconcierto ante lo que ni siquiera podemos ponerle nombre. En este texto se presentan una serie de reflexiones, a partir de un proceso de acompañamiento psicosocial a líderes comunitarios en la Comuna 4 - Aranjuez de la ciudad de Medellín, sobre la reconstrucción de sentidos de comunidad, como condición de posibilidad para la edificación de paz en contextos comunitarios. El objetivo consiste en develar que algunas dinámicas de las violencias en la ciudad de Medellín, específicamente en la Comuna 4 - Aranjuez, reflejan lógicas y repertorios de las violencias sufridas, durante el conflicto armado colombiano. En este sentido, el énfasis de la reflexión no está en los fenómenos violentos y los obstáculos para la edificación de paz en la comunidad de los barrios de la Comuna, sino en cómo sus problemas sociales y políticos son el reflejo de una mentalidad guerrerista común a algunos ciudadanos, que revelan uno de los males mayores de la cultura en Colombia: la búsqueda de pacificación a través de triunfos militaristas y bélicos.

Palabras clave: Paz; sentidos de comunidad; violencias; conflicto armado; mentalidad guerrerista; compasión.

Abstract

Building peace and promoting peaceful coexistence in communities involves the recognition of serious lethal violent acts (some visible and some rendered invisible), staggering and perplexing acts that can’t even be named. In this text, a series of reflections are presented, derived from a process of psychosocial support of community leaders in Commune 4 (Aranjuez, Medellín-Colombia), on the reconstruction of a sense of community, as a precondition to build peace in community settings. The study aim is to reveal how some dynamics of violence in the city of Medellín, particularly in Commune 4 (Aranjuez), play out logics and repertoires of the violence suffered throughout the Colombian armed conflict. In this light, the focus of this reflection is not on violent phenomena and the obstacles for peace building in the community of the commune neighborhoods, but on how their social and political problems reflect a warlike mindset, shared by some citizens, which reveals one of the greatest evils of Colombian culture: the search for pacification through militaristic and warlike victories.

Keywords: peace, senses of community, violence, armed conflict, warlike mindset, compassion.

Introducción

A partir del Informe sobre Desarrollo Humano, presentado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo [PNUD] (1994), se estableció un enfoque de seguridad humana diferente, centrado en las vidas cotidianas de las personas y las comunidades. En esta nueva orientación, la promoción del desarrollo centrado en el ser humano es fundamental para lograr la paz, la protección y garantía de los derechos humanos, la defensa del medio ambiente, la integración social y la reducción del crecimiento poblacional. Así mismo, esta visión del desarrollo de la humanidad insta a los gobiernos a que aborden las causas profundas de la inseguridad humana, en lugar de las trágicas consecuencias; actuar anticipadamente desde las bases hacia arriba y no al revés, como se ha acostumbrado a realizar las intervenciones estatales. De esta solicitud se desglosa la idea de que el programa de desarrollo humano y el programa de la paz están íntimamente ligados y deben ser integrados en todo plan de gobierno. Sin paz no puede haber desarrollo, pero sin desarrollo la paz está amenazada (PNUD, 1994 p. 3). En este sentido, el cambio fundamental en lo que concierne a la construcción de paz es que se trata de un proceso multidimensional que involucra la seguridad humana, orientado hacia las personas y no exclusivamente hacia las naciones, entendidas como entidades abstractas viables por un modelo económico que atiende a las lógicas del crecimiento mercantil y financiero, a expensas del bienestar y la felicidad de la ciudadanía total.

La construcción de paz en Colombia, además de ser un tópico bastante complejo, supone enormes desafíos no solo intelectuales, sino políticos y sociales, debido a que su sociedad está profundamente dividida e injustamente desigual. Apoyados en las tesis de Lederach (1998), sobre construcción de paz y reconciliación sostenible en sociedades divididas, la fragmentación de la población colombiana se refleja en varios aspectos: en primer lugar, el conflicto armado ocurre entre grupos ilegales que se disputan por el control territorial y las economías ilícitas, dentro de fronteras arbitrarias establecidas por ellos mismos (Rey Marcos & Dubois, 2016; Fundación Paz y Reconciliación, 2020). Tal situación representa una grave amenaza para la seguridad humana y vulnera los derechos humanos de las comunidades que habitan estos territorios. En este sentido, ante la experiencia de inseguridad, las personas buscan protección en grupos que le ofrecen defensa y control. La consecuencia de esta situación es el colapso de la confianza en la capacidad de la autoridad legítima y el afianzamiento de la filiación a un clan, etnia, religión, reforzadas por las vivencias de miedo, odio y paranoias, vinculadas al padecimiento de las violencias2 y sus atrocidades. En segundo lugar, la multiplicación de grupos armados y bandas de crimen organizado, compitiendo por el reconocimiento y el poder en los territorios, contribuyen aún más a la fragmentación y al debilitamiento de los poderes del Estado. Consecuentemente, la población civil no cuenta con la capacidad, los recursos y los apoyos gubernamentales necesarios para establecer una representación ciudadana que pueda participar en la toma de decisiones que afectan la vida de sus comunidades (Misión de Observación Electoral, 2018). En tercer lugar, Colombia padece un conflicto armado de larga duración, que en palabras de Lederach (1998), plantea el reto de la prolongación de relaciones de animosidad, de la percepción de enemistad y del miedo profundamente arraigado. Aparejado con el hecho de tener al enemigo viviendo en la misma comunidad, barrio, vecindad, o incluso, al lado la casa (p. 45). En estas condiciones, es inevitable que las emociones, especialmente las más negativas, las percepciones y las experiencias subjetivas influyan decididamente en la perpetuación del conflicto, de generación en generación.

La construcción de paz, definida por Lederach et al. (2007), como la puesta en marcha de medidas, planteamientos, procesos y etapas encaminadas a transformar los conflictos violentos en relaciones y estructuras más inclusivas y sostenibles, exige el reconocimiento de la existencia de un miedo profundo y de exposición directa a experiencias de violencia que no solo confirman y agudizan la percepción del enemigo, sino que hacen de la población colombiana una sociedad fácilmente manipulable y extremadamente vulnerable (Lederach, 1998). Esto caracteriza más aún la construcción de paz en Colombia como un complejo proceso que requiere tiempo, acciones decididas de los gobiernos, líderes políticos, sociales, la academia y la sociedad civil para promover la reconciliación entre los ciudadanos, fomentar la esperanza de la convivencia y la vía de los diálogos restaurativos, para la mitigación de los daños causados por la guerra. Conjuntamente, se requieren transformaciones graduales y positivas que reconfiguren la manera en la que se vive en sociedad. Además de nuevas normas, leyes, programas, proyectos y ajustes institucionales para la implementación del acuerdo final de paz, se necesitan nuevas formas de relacionarse, renovados patrones culturales, cambio de actitudes y de comportamientos violentos que se han adquirido como sujetos y como colectivo en medio de la guerra. El proceso de paz, ubica a los colombianos ante el reto de pensar, sentir y construir capacidades que favorezcan el paso histórico hacia una cultura que desligue a los ciudadanos del excesivo individualismo, la mentalidad guerrerista y permita el fortalecimiento del cuidado de lo común y el sentido de comunidad.

Las reflexiones que se presentan en este trabajo, emergieron en el contexto de un acompañamiento psicosocial a líderes comunitarios, durante el período 2017-2019, como apoyo para el florecimiento de capacidades comunitarias para la edificación de paz en sus vecindarios. La Comuna 4-Aranjuez, ubicada en la zona nororiental de la ciudad de Medellín, conformada por 12 barrios, se configuró a partir de asentamientos espontáneos en la década de los años cincuenta, impulsados por los flujos migratorios suscitados por la violencia en diferentes zonas rurales del departamento de Antioquia (Alcaldía de Medellín, 2014). Este inicio vinculado a las lógicas del desplazamiento forzado, la pérdida del territorio, la lucha por la sobrevivencia y el atrapamiento en un crónico conflicto por la tierra y su control, marcaron el devenir de una comunidad que ha padecido, participado y resistido a las acciones violentas que tanto daño y dolor han causado a las familias y habitantes en el sector.

Una vez asentados los pobladores de estratos socioeconómicos más bajos en los terrenos más difíciles por su topografía empinada y quebrada, la lucha por la posesión y la propiedad del espacio ha continuado con distintos rostros y motivos diferentes: durante los años 50 y 60, la disputa con la administración municipal obedeció a la adquisición ilegal de los terrenos, a través de especuladores que vendieron lotes que legalmente no les pertenecían (Naranjo Giraldo, 1992). Luego, la falta de oportunidades y de acceso a mejores condiciones de vida con salud, empleo, espacios habitacionales dignos y acceso a la ciudad propició la recepción de las actividades violentas y la economía ilegal del narcotráfico, lo que trajo consigo las lógicas del dinero rápido y abundante, desconectada del cuidado por la vida y la convivencia social. Más aún, la imbricación de las actividades del narcotráfico con grupos armados ilegales, vinculados al conflicto bélico del país, perpetuaron las disputas por el poder y el control territorial en la Comuna 4, confinando a la comunidad a estar en medio de acciones violentas indiscriminadas, bien como víctimas, victimarios o en la doble condición de víctima-victimario.

Las modalidades y repertorios de las violencias en la ciudad de Medellín reflejan las dinámicas y patrones del conflicto armado colombiano con sus distintas variaciones en el tiempo y espacios. Como ocurre con toda violencia, las acciones bélicas de disputa y control de los territorios de la ciudad, asociadas al conflicto armado, se asentaron en un contexto profundamente caótico e inseguro para todos los habitantes de Medellín, e incluso para los diferentes actores violentos, los objetivos y medios empleados se confundieron en esta guerra sin sentido y sin control. Este punto de inflexión describe lo que aquí se denomina como el mal de la cultura colombiana, al referirse a las mentalidades guerreristas configuradas en la historia a partir de las lógicas individualizantes, excluyentes y de negación de la diferencia como condición humana, que han estado favorecidas por las imposiciones de discursos hegemónicos y con intereses homogenizantes para tratar de comprender, en parte, las causas de la guerra en el país y las dificultades para percibir la paz como un proceso que se construye colectivamente.

En la misma configuración y asentamiento de los pobladores de la parte alta de la Comuna 4, se replican los mismos procesos de exclusión, discriminación y estigmatización, que han caracterizado las relaciones entre colombianos de las grandes urbes y de la ruralidad, agravado y afianzado por fenómenos de desplazamiento y marginalidad de aquellos que migran a las ciudades. Específicamente, mientras en Medellín —durante los años 40— se establecieron grandes industrias como Fabricato y Coltejer, también comenzaron a darse las primeras olas migratorias del campo a la ciudad. Los recién llegados construyeron sus viviendas en las periferias y laderas municipales, sin ayuda ni control del Estado. Ante esta situación, la administración local no tuvo la capacidad de controlar el auge de crecimiento demográfico, además de la insuficiente oferta laboral, los cinturones de miseria crecieron y los problemas sociales no tardaron en aparecer (Martin, 2014).

Desde los campos, llegamos a Medellín, desbordando las montañas de un valle que no estaba preparado para recibirnos y acogernos. Construimos nuestros barrios entre convites y débiles esfuerzos de planeación urbana. Nos reprimieron una y otra vez, pero respondimos y explotamos en movimientos sociales, reivindicando las libertades, el arte y la educación. La industria entra en crisis y muchos nos quedamos sin trabajo. La realidad nos cambió y la cotidianidad se transformó: vecinos convertidos en «mágicos» y amigos que pasaron de la barra a la banda, engrosando las filas de la economía ilegal. Fuimos abandonando las calles y cambiaron nuestros parches [...] Nunca nos imaginamos las sombras que se nos vinieron encima. (Museo Casa de la Memoria, 2018)

El contexto social y económico inequitativo de Medellín, especialmente visible en los barrios más populares de la ciudad, favorecieron la irrupción y recepción del narcotráfico en las comunidades más empobrecidas. Rápidamente la economía ilegal y la cultura violenta del tráfico de narcóticos fue asumida como forma de superación de la pobreza y de ascenso social, especialmente por la población más joven. Si bien el negocio de las drogas ilícitas marcó dinámicas económicas y sociales en la ciudad, según informes del Centro Nacional de Memoria Histórica (2017), se identifican en la historia de Medellín cuatro periodos de violencias urbanas, ligadas al conflicto armado colombiano, con sus variaciones en tiempo, tipo de actores, motivos de confrontación y modalidades de victimización. Estas violencias no solo constituyeron un hito en la memoria de la ciudad y sus pobladores, sino que, además, establecieron y reafirmaron en las comunidades formas relacionales bélicas de enfrentar los conflictos.

Las heridas y daños psicológicos, morales y políticos ocasionados por el conflicto armado colombiano en Medellín son tan complejos y desafiantes para la reconstrucción del tejido comunitario, que se requieren años de transformación de las verdades más dolorosas y de la mesura de las emociones negativas agitadas (miedo, rabia, tristeza, impotencia, deseo de venganza) que emergieron durante años intensos de violencias desbordadas. Es preciso reconocer que a medida que se fueron intensificando estas violencias ligadas al conflicto armado, también se transformaron las subjetividades de los ciudadanos, sus modos de relacionamientos y de habitar la ciudad.

Las reflexiones que se desarrollan en este texto, aunque inspiradas en labores de acompañamiento psicosocial a líderes comunitarios de la Comuna 4 de la ciudad de Medellín, no se referirán exclusivamente a esta comunidad, ni a Medellín como contexto urbano de múltiples violencias y acciones de resistencias cívico-culturales. Este trabajo psicosocial, permitió la emergencia de estas deliberaciones que enfatizan la importancia de la reconstrucción de los sentidos de comunidad alterados por las imposiciones irracionales de las violencias acontecidas en el país. Las comunidades locales precisan de acompañamientos psicosociales de reconstrucción de las verdades acerca de las múltiples responsabilidades individuales, familiares, comunitarias, institucionales, estatales en los modos de producción y reproducción de las violencias. Así, será posible hacer interpretaciones y reinterpretaciones de los fenómenos represivos y violentos tanto en lo público como en lo privado, con las respectivas implicaciones comunitarias que esto conlleva. De igual modo, reconocer cómo los complejos problemas sociales y políticos que hemos vivido durante décadas son el reflejo de una mentalidad guerrerista común en los gobiernos que han administrado el Estado y en algunos ciudadanos, asunto que se revela como uno de los males mayores de la cultura en Colombia: la búsqueda de pacificación de los conflictos, a través de triunfos militaristas y bélicos.

Mentalidades guerreristas: el mal en la cultura

La historia del conflicto armado en Colombia ha estado marcada por la polarización de la sociedad y la mentalidad de la eliminación de los diferentes, en un sistema homogenizador que ha perpetuado la injusticia social, con discursos hegemónicos que sustentan los dispositivos de poder y control. En este sentido, este trabajo opta por afirmar que en Colombia ha existido una guerra por más de 60 años, y no un conflicto armado, en tanto la violencia ha sido el medio de aplacamiento de la oposición y la divergencia política y social, que cuestiona y se resiste a las injusticias promovidas y mantenidas por poderes políticos, militares, de terratenientes y colonos. Así, la guerra es consecuencia de la perpetuación de acciones violentas prolongadas para mantener el poder, el control sobre los territorios y sus gentes. Si bien, el Comité Internacional de la Cruz Roja, el Derecho Internacional Humanitario y la Ley 1448 de 2011, llamada ley de víctimas, reconocen el conflicto armado en Colombia como un conflicto interno, el Informe Nacional de Desarrollo Humano para Colombia, 2003, caracteriza el conflicto armado colombiano, como una guerra de perdedores.

Con todo y su expansión territorial, la guerra ha sido un fracaso. Fracaso para las FARC y para el ELN que, tras cuatro décadas de lucha armada, están aún lejos de llegar al poder. Fracaso para los paramilitares, que en veinte años de barbarie no han logrado acabar con la guerrilla. Fracaso para el Estado colombiano, que ni ha sido capaz de derrotar a los insurgentes, ni de contener el paramilitarismo, ni de remover las causas del conflicto armado. (Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, 2003, p. 81)

Por otro lado, para Giraldo Ramírez (2015), la violencia política colombiana de las últimas décadas debe caracterizarse como guerra. Si bien a lo largo del tiempo no ha sido posible un consenso firme, acerca de la caracterización del conflicto bélico interno por parte del Estado, ni por académicos, lo cierto es que, observadores internacionales, prensa e intelectuales han mantenido un consentimiento estable acerca de que la prolongada confrontación armada colombiana, es una guerra (p. 1). Según la misión de seguimiento, enviada a Colombia en 1999, para realizar el monitoreo sobre el desplazamiento interno, los desplazados en el país atraviesan una de las situaciones más graves del mundo. La mayoría de las personas han tenido que huir y abandonar sus hogares, debido al empeoramiento de la situación de seguridad en sus territorios. La causa principal es la violencia política asociada al conflicto armado interno que, además de ser de larga data, se caracteriza por graves violaciones a los derechos humanos y del derecho internacional humanitario. Esta misión de seguimiento enfatiza en que los desplazamientos en Colombia no se deben únicamente al conflicto armado; son una estrategia deliberada de guerra (Organización de las Naciones Unidas [ONU]. Comisión de Derechos Humanos, 2000). En este sentido, es dable concebir el llamado conflicto armado colombiano como una compleja guerra prolongada, con raíces políticas y sociales. Sus orígenes se hallan en las relaciones de dominación-sumisión, resistencia-pacificación, rebelión-eliminación, debatidas entre los distintos gobiernos en la historia de Colombia y los campesinos e indígenas, respecto al acceso a la tierra, su uso y aprovechamiento. Históricamente la acción del Estado, se ha dirigido al favorecimiento de intereses excluyentes, mediante legislaciones que regulan drásticamente la ocupación de tierras y la asignación de derechos sobre ella.

En la formación social colombiana los grupos de poder han generado distintas modalidades de apropiación de los recursos y de control de su población, separando a las comunidades de sus tierras y territorios tradicionales y limitando el acceso a los mismos mediante procedimientos en los que se han combinado el ejercicio sistemático de la violencia con políticas de apropiación y distribución de las tierras públicas. (Fajardo Montana, 2014, p. 6)

De otro modo, la visión negativa del conflicto como algo que no debería existir en las relaciones sociales y de autoridad, que busca a toda costa negarlo, acabarlo por todas las vías posibles, ha llevado al uso de la fuerza y a todas las formas de eliminación de todo aquel o aquello que lo represente. El conflicto es inherente a la convivencia humana, por lo tanto, inevitable, lo cual requiere ser afrontado con entereza y criterio moral. Desde la perspectiva crítica de Jares (1997), el conflicto hace parte de las transformaciones sociales, en tanto favorece el encuentro de diversidades ideológicas, que necesariamente no tienen que llegar a consensos estructurales, pero que sí permitirían la convivencia.

La emergencia natural del conflicto pone a prueba los soportes morales de la cultura de un pueblo. En Colombia, los conflictos históricos no dirimidos, evidenciaron la deficiencia moral y política de la gobernabilidad y del pueblo colombiano. El uso de la fuerza y de la violencia prolongada y naturalizada, como único medio para asumir el conflicto, derivó en una cultura de la violencia, que además de configurar mentalidades para la guerra, es reproductora de los abusos de poder y de desigualdad de la estructura sociopolítica del país

Las mentalidades guerreristas que han imperado en la historia del conflicto en Colombia, ubican a este último en la perspectiva tecnocrática-positivista (Jares, 1997, 2002), que busca, desde cualquier acción, la eliminación de la diferencia y del disentir, lo cual ordena un modelo de guerra que arrasa cualquier posibilidad de heterogeneidad de pensamiento, para controlar con argumentos que equiparan la seguridad con la utilización de artefactos bélicos.

Las estructuras de poder, que dominan con sus discursos hegemónicos, han fraguado una historia de guerra que no cesa con la firma del acuerdo. Colombia como país que ha vivido la guerra durante tantos años ha construido una cultura que tiene como base la imposibilidad de reconocer las diferencias y la pluralidad de pensamientos. Desarrollar la capacidad para reconocerse como sujetos que hacen parte de los procesos de socialización y sociabilidad y, por tanto, diferentes en sus formas de configurarse, parece no haber estado dentro de los intereses de los gobiernos, desde la época colonial, ni tampoco de las instituciones encargadas de la formación de estos sujetos. Para Martínez Hincapié (2010),

Esta cultura hegemónica necesita construir límites y fronteras para, desde allí, definir las identidades individuales y colectivas. Nuestras mentes están plagadas de muros que nos separan de los demás seres vivos como condición de reconocimiento de nuestra propia especie. Hemos construido el concepto de nación desde la delimitación del territorio que nos separa de los otros pueblos. Hemos levantado una frontera entre los roles que nos identifican como hombres o mujeres para definir nuestra identidad sexual. Delimitamos nuestras verdades religiosas para poder sentir a Dios como una posesión exclusiva. Hemos separado la racionalidad y la sensibilidad, el cuerpo y el alma hasta llegar a construir identidades esquizofrénicas. Y creemos entender mejor el mundo haciendo de las diferentes ciencias compartimientos estancos claramente diferenciados. (pp. 22-23)

Reconocer que en las bases de la cultura colombiana hay un mal mayor que configura mentalidades guerreristas es también un compromiso con la construcción de paz, ya que solamente así, es posible comenzar a distinguir aquello que ha imposibilitado la convivencia en medio del conflicto y que lo ha arrinconado, hasta convertirlo en la guerra atroz de eliminación entre sujetos, que se suponen comparten el territorio colombiano. Para Nussbaum (2014), «Una nación justa tiene que tratar de comprender las raíces de las malas conductas humanas» (p. 198). Esta comprensión se convierte en necesidad imperiosa para Colombia en el proceso de paz, que no cesa con la firma de un acuerdo final de renunciar a la guerra, sino que inicia con las voluntades políticas de dos grupos enfrentados: las Farc-EP y el gobierno colombiano, cuyo principio de poderío —para ambos—, habría sido durante décadas, la eliminación por vías de hecho de cualquier posibilidad de reconciliación de las diferencias, a fin de imponer sus ideologías como verdades absolutas, es decir, establecerlas como hegemónicas.

Las mentalidades guerreristas, configuradas históricamente, son construcciones culturales como búsqueda de salidas frente a la imposibilidad de resolver conflictos entre diferentes y la imperiosa necesidad de imponer un orden social y una sola manera normativa de habitar el territorio. Asimismo, estas mentalidades reflejan la historia de las élites conservadoras que, bajo una lógica homogenizadora, conciben una sola manera de ser humano y ciudadano. La consecuencia de este tipo de pensamiento será la exclusión de lo diferente o des-normalizado. El predominio de estas mentalidades conservadoras, con arreglo a los fines de la guerra, ha favorecido la polarización política y social en el país, vivenciada como parte de la cotidianidad, en la que las vías de hecho para la eliminación de las diferencias son utilizadas, desconociendo que, precisamente, «Si los hombres no fueran distintos, es decir; cada ser humano diferenciado de cualquier otro que exista, haya existido o existirá, no necesitarían el discurso y la acción para entenderse»
(Arendt, 2012, p. 205).

Hay problemas fundamentales en sociedades como la colombiana, que requieren abordarse de manera sistemática, compleja y diferenciada, y no se limitan a la firma de los acuerdos. La implacable exclusión y la pretensión de eliminación de lo distinto ha sido uno de los peores males de la cultura del país, legado de la conquista y la colonia española. Si ello se reconoce, es posible pensar en construcción de vías para la coexistencia de todos, en disentimiento y consenso, en diversidad e igualdad de derechos, en disonancia y sintonía.

Respecto a estas mentalidades guerreristas, habrá que recordar que el pensamiento tiene su origen en las emociones y que, según el predominio de estas últimas, se interpreta la realidad. En este sentido, aquellas emociones más hostiles generarán una percepción distorsionada de la realidad, en tanto no todo aquello que difiere de la manera de pensamiento de un ser humano se puede leer como amenazante. Existen emociones que son concordantes con la razón, que tendrán como resultado acciones benevolentes con los otros, pero también existen emociones negativas, poco racionales, que generan pensamientos inevitablemente destructivos de la humanidad. Aquí subyace la importancia de la educación de las emociones, desde un proceso en el cual predomine la razón, esa que no excluye la sensibilidad, que sabe de la existencia de emociones hostiles, primitivas, de tal modo que pueda generarse, al ser identificadas, el repudio suficiente y que no ejerzan su dominio sobre el pensamiento destructivo, que configura la mentalidad guerrerista.

Para la configuración de escenarios relacionales pacíficos en las comunidades más afectadas por las violencias y fundar las bases de no repetición, no basta con el esclarecimiento de la verdad y el conocimiento de las responsabilidades individuales y colectivas durante el conflicto armado. Se necesita, ante todo, reconstruir los sentidos de comunidad dañados por las lógicas de la beligerancia y la eliminación de la diferencia. El sentido de comunidad, entendido como la experiencia de filiación, el sentir personal de que se es parte de una estructura reticular de apoyo confiable es clave para la comprensión de eso que nos pasó como sociedad en medio de la guerra, la identificación de las tendencias ‘biológicas’ humanas que obstaculizan el vivir juntos, manifestándose en egoísmo, envidia y falta de compasión.

Así las cosas, la firma del acuerdo final no solo puede ser leído como acto de dejación de armas, sino que se constituye en el inicio de un proceso de construcción de paz que requiere transformaciones profundas en la manera en la que se han entendido las relaciones entre los ciudadanos. Esto es posible si se logran procesos de descentración, reconocimiento de las diferencias, formación de emociones benevolentes y construcción de organizaciones comunitarias al servicio de la reconstrucción del entre-nos, como una manera de fortalecer los territorios, a partir de formas alternativas de acciones políticas, que surgen por lo que Montero (1995) nombra como pérdida de confianza en las maneras tradicionales de hacer política y la ilegitimidad de las instituciones estatales.

Reconstrucción de sentido de comunidad y la compasión para vivir juntos

La actuación del Estado colombiano ha favorecido lo que Bauman (2006) señaló como la ideología meritocrática, que induce a un pensamiento individualista propio de la Revolución Industrial, en el cual, se asume que existen seres humanos merecedores de privilegios sobre otros, que por diversas condiciones —económicas, sociales, políticas, educativas, entre otras—, no representan el ideal de ser humano construido por las élites sociales, y por tanto, no cumplen con los méritos suficientes para alcanzar estos privilegios. Las relaciones de poder asimétricas, en las cuales dos agentes se enfrentan por la disputa de los recursos (Serrano-García & López-Sánchez, 1990), dividen las sociedades entre poderosos y triunfadores (Bauman, 2006), y las demás personas.

En esta manera de concebir las sociedades, se hallan intereses particulares que ven en la organización comunitaria una amenaza a sus privilegios, por tanto, no aceptan lo que Bauman (2006) propone como principio comunitario de compartir. La organización comunitaria, como «una demanda de mayor injerencia (participación) por parte de los ciudadanos en la gestión gubernamental» (Montero, 2003, p. 155), se presenta como forma de resistencia y como un camino para la construcción de paz que impere sobre las lógicas de las mentalidades guerreristas al servicio de la exclusión y la eliminación de unos sobre otros que se han otorgado el poder de mantener los privilegios de ordenamiento del país.

Aquí cobra relevancia la concepción desde el contexto político que enuncia Honneth (1999) sobre comunidad, que se refiere a un llamado al esfuerzo mutuo por una meta común, en el cual, la participación tiene sentido, y desde el contexto de la filosofía práctica, donde, para Honneth (1999), se llama la atención sobre las convicciones axiológicas compartidas, apoyado en el modelo de eticidad propuesto por Hegel, que concibe la existencia de aspectos axiológicos comunes como forma de que los sujetos construyan vínculos sociales.

El llamado a la construcción de lo común no implica necesariamente la eliminación de las diferencias entre los implicados, más bien, es una manera democrática de construir lazos. La capacidad para organizarse, teniendo en cuenta la condición humana de la diferencia, es precisamente una de las propuestas para que el proceso de paz en Colombia sea entendido en términos de tejido de lazos como forma de resistencia ante los discursos que imponen la guerra, con la finalidad de mantener los órdenes sociales establecidos. En palabras de Echavarría et al. (2016),

La construcción de paz en el postconflicto no solo es un propósito formativo que se logra cuando las instituciones educativas trabajan por una sana convivencia y resolución pacífica de los conflictos; es también una conquista social y política que involucra a diversos sectores —económicos, políticos, estatales y educativos— a la vez que exige un análisis histórico más detallado de las condiciones que han favorecido el conflicto armado y la violencia, y que han desestimado el buen vivir, la justicia y la equidad (p. 162).

Es conveniente reconocer la existencia de mentalidades guerreristas, que se configuran a partir de discursos imperantes de dominación y pretensión de homogenización de pensamientos, con el fin de exaltar las tendencias a la individualidad extrema y la imposición de hegemonías para el control de unos sobre otros, a saber: de aquellos que consideran contener la verdad absoluta de la manera de organizarse como sociedad, que privilegia modos de pensar excluyentes y de eliminación de aquellos que no se consideran dignos de vivir.

La propuesta de la organización comunitaria, como forma de resistencia ante las sociedades organizadas bajo estas lógicas de exclusión y eliminación de las diferencias, requiere de la reconstrucción de sentido de comunidad en términos políticos, a partir de procesos de concientización (Montero, 2003) sobre la convivencia en la diferencia y que se resistan a discursos de polarización, que favorecen esas configuraciones de mentalidades guerreristas. Para ello hay que comprender a la comunidad como una red de apoyo y no de control, con sentimientos de pertenencia y seguridad de que todos son valiosos en este colectivo (Sánchez, 2007). Este sentido de comunidad, permitirá la construcción de un compromiso (McMillan & Chavis, 1986) que, en el caso de la construcción de paz, habrá de concentrarse en el cuidado de todos, el reconocimiento en la diferencia y la resistencia para la transformación de los territorios, en términos de buscar la justicia social, como una de las condiciones para que el proceso de paz sea posible.

El acuerdo de paz no es la mera dejación de armas a partir del acto de la firma. Es una construcción que debe pasar por el convencimiento de los ciudadanos de que este proceso pertenece a todos y que es una responsabilidad común que tiene su fuerza en los territorios a través de acciones colectivas, lo que es posible si el sentido de comunidad se impone sobre el egoísmo individualista. Para Cogollo-Ospina y Durán-Palacio (2015), «Iniciar por la concientización del papel que a todos y cada uno nos compete en el forjamiento de la sociedad y sus transformaciones, puede ser el primer peldaño para la carrera en ascenso hacia la paz» (p. 64) y, en este sentido, el sentimiento de pertenencia a un proyecto común puede iluminar el camino hacia la salida concertada frente a situaciones que generan conflictos. No es la negación de los conflictos, sino la construcción de otras formas de salir de ellos que no impliquen la eliminación de los diferentes, que no exacerbe las mentalidades guerreristas que tanto dolor han causado al país, y que permitan aceptar la pluralidad en los «modos de ser, de pensar, de creer, de sentir, de ver, de imaginar» (Cogollo-Ospina y Durán-Palacio, 2015, p. 63).

La paz no debe excluir a los territorios y, para ello, la comunidad debe organizarse en torno a las transformaciones en la convivencia y las resistencias frente a las injusticias de desigualdad entre los ciudadanos, con la capacidad de convocar a otros para cuidarse y proteger lo común. Es un modelo de construcción de paz que implica la mirada de abajo hacia arriba, desde los territorios, donde la seguridad no esté en el porte de armas, sino en el sentimiento de confianza mutua, porque cada uno se sabe respetado y reconocido en sus particularidades y como parte de una comunidad. El sentido de comunidad pasa por el sentimiento de compromiso y confianza de que los integrantes del grupo permanecerán juntos (McMillan & Chavis, 1986), frente a un proyecto común de vida digna para todos.

Vivir juntos en convivencias pacíficas precisa de la atención y de la orientación de las emociones, definidas como estados disposicionales, resultantes de procesos neurobiológicos y psicológicos, que prepara a los seres vivos para responder a estímulos ambientales y adaptarse a sus entornos cambiantes (Fernández Abascal & Jiménez Sánchez, 2010). La comprensión de las emociones ayuda a entender las reacciones ante ciertas provocaciones y el porqué como respuestas ante ellas. En tanto las emociones involucran el procesamiento cognitivo de los estímulos, cambios fisiológicos, procesos valorativos y patrones expresivos emocionales, entonces ocuparse de este importante aspecto subjetivo implica reconocer el impacto que la vida afectiva tiene sobre la edificación de paz. Empero, construir paz y buscar el bien no es una labor fácil. Ello plantea la cuestión de cultivar aquellas emociones y creencias que fundamenten la práctica y el empeño de una vida buena. Para Nussbaum (2004), los seres humanos nacemos con las aptitudes adecuadas para vivir en circunstancias naturales y sociales favorables, sin embargo, nuestro sentido del valor nos hace depender de algo que existe fuera de nosotros, y es aquí donde puede hacerse alusión a la emoción moral de la compasión, como una pista para pensar el entre-nos, teniendo en cuenta la diferencia como condición humana y comprendiendo que el sufrimiento del que está siendo víctima el otro, no es justo. Al decir de Nussbaum (2008),

La persona compasiva sigue siendo totalmente consciente de la distinción entre su propia vida y de la persona que sufre y busca el bien para aquel que sufre en tanto que persona separada que ha entrado a formar parte de su propio esquema de objetos y proyectos. (p. 376)

No obstante, es importante reconocer que existen enemigos de la compasión (Nussbaum, 2014). Esta confesión adquiere sentido, toda vez que aquí se ha llamado la atención sobre el acto ético de comprender aquello que obstaculiza la posibilidad de desarrollar capacidades que favorezcan la construcción de paz. Según Nussbaum (2014), el miedo, la envidia y la vergüenza son emociones hostiles contra la compasión, y que tienen una relación directa con la condición narcisista de los seres humanos.

El miedo, según Nussbaum (2014), es necesario y útil para cuidarse del peligro, sin embargo, se convierte en una emoción hostil para la compasión, en la medida en que puede conducir al excesivo control y ensimismamiento para cuidarse del afuera, de tal manera, que exacerba la tendencia individualista o excluyente. Como emoción primaria, el miedo hace parte de los mecanismos que utilizan los seres humanos para su supervivencia y alerta ante cualquier percepción que se tenga de peligro; allí lo que termina primando es el propio interés de protección y se agudiza el sensorio, el problema es que la consecuencia de este proceso, puede ser la distorsión de la realidad. Al estar invadidos por el miedo, los seres humanos actúan de manera instintiva, con reacciones agresivas hacia el afuera.

Así, quienes se ubican en las relaciones de poder como opresores pueden utilizar mecanismos discursivos y de actuación que inevitablemente conducen a producir miedo en la población y, desde allí, incitan a las reacciones más primarias de violencia. En este sentido, una de las posibles formas de resistencia es la organización comunitaria y la construcción de sentido de comunidad, en tanto hay sentimientos de protección de todos y de cuidado mutuo.

La otra emoción hostil es la envidia. Aquí las sociedades organizadas, desde el sistema de la competencia, se convierten en caldo de cultivo para que aflore y se transformen en obstáculo para la construcción de proyectos colectivos que privilegien el bien común sobre el bien individual. De allí que los llamados poderosos y triunfadores (Bauman, 2006), que han configurado mentalidades guerreristas y hegemónicas, pretendan mantener sistemas de competencia salvaje que eviten pensarse en el entre-nos, porque ello resulta peligroso para sus intereses de dominación. La envidia entonces se convierte en una amenaza para que la compasión sea posible, en tanto limita ver a los otros como seres humanos que pueden sufrir, con sus fragilidades, y percibirlos como limitantes de los desarrollos individuales.

Por último, está la vergüenza que para Nussbaum (2014) es una emoción omnipresente en los seres humanos, en tanto luchan por no presentarse con las fragilidades que son parte de su naturaleza. «La vergüenza es, pues, una emoción dolorosa que responde al hecho de que una persona no haya sido capaz de mostrar a los demás alguna característica deseable» (Nussbaum, 2014, p. 434), y ante los ideales de individuo que ha construido la sociedad, desde la ideología de la meritocracia, no es posible responder con lo esperado, entonces aparece la vergüenza imperando.

Su funcionamiento hostil divide a la sociedad en dos orientaciones: el grupo social que se siente humillado y otro que, por sentimientos de omnipotencia, se avergüenza de pertenecer a una misma sociedad. El sentimiento de omnipotencia impugna el juicio eudaimonista para la compasión (Nussbaum, 2008), en el cual se halla el reconocimiento de que la vulnerabilidad es compartida por todos los seres humanos. Sin embargo, es importante rescatar que la vergüenza es necesaria para repudiar las conductas propias y ajenas que atentan contra el sentido de humanidad. Políticamente la vergüenza es útil para mostrarle al otro que sus conductas egoístas o corruptas atentan contra lo común.

Para menguar estas emociones hostiles, se propone el desarrollo de acciones colectivas que concienticen sobre la importancia de construir organizaciones comunitarias y sentidos de comunidad, como resistencia a la imposición hegemónica de la perpetuación de las divisiones sociales, que logran instaurar ideas de exterminio de cualquier diferencia, para mantener a los ciudadanos aislados y tener mayor control sobre sus emociones más primarias, de tal manera que se facilite la configuración de mentalidades guerreristas para atenuar los conflictos y que se piense en que la única salida es la violencia por vías de hecho.

Cuando las personas logran construir relaciones compasivas, desde la idea de que la vulnerabilidad es una condición humana que los une como especie, se puede reconocer que el daño causado y el sufrimiento que se generan no es justo ni merecido, porque no hay una ley universal que otorgue el derecho de eliminar a otro, por el solo hecho de ser diferente. Para la construcción de relaciones compasivas, solidarias, de reconocimiento mutuo, en las cuales el sentimiento de pertenencia a una lógica comunitaria pueda tener efectos en la construcción de paz, es necesario la resistencia frente a las injusticias sociales, el cuidado de todos, la formación de ciudadanos capaces de construir lazos para el apoyo mutuo y la capacidad para pensar un mundo en donde todos tengan derecho a existir con una vida digna. Esto no se hace en contextos individualizantes del egoísmo y la competencia, esto es posible solamente cuando hay un sentimiento compartido de que el entre-nos y las luchas colectivas se construyen con otros, distintos e iguales a la vez.

Consideraciones finales

La guerra en Colombia ha provocado daños profundos en la población, por su duración y persistencia en el tiempo, sin dar tregua para reflexionar sobre las causas y consecuencias de enraizarse en esta lógica de guerra. Con la firma del acuerdo final de paz, se abre la posibilidad de transformar la historia, sin que con ello se olviden las profundas marcas que ha dejado la sevicia de quienes se han otorgado el derecho de eliminar y dañar a los otros; por el contrario, la posibilidad de recordación proporciona los recursos, para que aquello que destrozó la capacidad de vivir juntos y la confianza de unos y otros no tenga probabilidad de reaparecer. Así, reconocer lo que aquí se ha nombrado como mal de la cultura colombiana y las emociones más hostiles, que han configurado mentalidades guerreristas, es importante para saberse capaz de transformar todo ello y construir paz.

La propensión a la exagerada individualización, la eliminación de la diferencia, la negación de la pluralidad en lo humano y la distorsionada manera de ver el conflicto como enemigo de la convivencia, para utilizarlo como excusa para causar la guerra, no son males de aparición ingenua, más bien es el interés de quienes se ubican en las relaciones de poder como privilegiados y dignos de vivir sobre los demás seres humanos, para perpetuar el orden social de desigualdad y división social, que favorece sus ideales de homogenización y eliminación de quienes leen como amenaza a estos privilegios de los cuales se han apoderado.

Urge atender las emociones, especialmente aquellas que se convierten en obstáculos ‘invisibles’, y en ocasiones racionalizadas, en la edificación de paz. Ellas juegan un papel importante en el comportamiento moral, ya que lo que mueve a los humanos a la actuación, virtuosa o no, son deseos, motivaciones que subyacen a sus comportamientos bondadosos o dañinos. Las emociones deben ser pensadas, orientadas a partir de juicios reflexivos y valorativos, que las doten de un sentido racional para orientar la convivencia y respondan a valores ético-morales comunes a nuestra humanidad. Por otro lado, en condiciones de guerras e infortunios, las emociones pueden expresarse de modo hostil, ambivalente, dependiente de afectos e intereses que alteran los referentes éticos sobre lo que está bien o está mal. Ocuparse de las emociones relacionadas con la causación del mal requiere de decisiones políticas con implicaciones serias y decididas para intervenir las causas profundas de la guerra en Colombia.

Este reconocimiento permitirá construir posibles transformaciones que favorezcan la cimentación de una paz para todos y entre todos, y aquí se propone la reconstrucción de sentidos de comunidad, como vía plausible de resistencia ante el determinismo hegemónico de los discursos disociadores y conspiradores contra las convivencias pacíficas. Este camino de reconstrucción de sentidos sobre lo colectivo y de capacidad para vivir el entre-nos, puede tener una luz en apreciar la importancia de la formación en emociones como la compasión, para el reconocimiento de la condición de vulnerabilidad y la emergencia del repudio ante acciones que causan daño a la humanidad. Se lee entonces como un camino creíble para la construcción de territorios con justicia social, que será lo que permita la victoria de la paz sobre la dañina guerra.

Referencias