RHS. Revista. Humanismo. Soc. 6(2), 2018, documento de reflexión no derivado de investigación.
La razón poética y su función en la apertura del pensamiento1
The poetic reason and its role in opening up the thinking
Nora Luz Álvarez Gómez2
noraluz.alvarez@marymountmedellin.edu.co
https://doi.org/10.22209/rhs.v6n2a06
Recibido: octubre 17 de 2018.
Aceptado: noviembre 21 de 2018.
Resumen
El presente texto hace una reflexión sobre la necesidad de la poesía y de la imaginación en la formación del pensamiento humano, y cómo estas necesitan complementarse con la razón para que el hombre forme una mirada profunda sobre la realidad, sabiéndose un ser dual, que necesita ambas vertientes para habitar el mundo y transformarlo. Algunos conceptos sobre el lenguaje son extraídos a partir de Hans Georg Gadamer, los términos de imagen, imaginación e imaginario se fundamentan en Gastón Bachelard y el asunto de la razón poética, se toma desde Friedrich Nietzsche y María Zambrano; comprendiendo así, cómo la razón poética le permite al ser humano un pensamiento abierto, donde le sea posible explorar su realidad con una mirada más amplia.
Palabras clave: Humanidad; Imaginación; Lenguaje; Pensamiento; Poesía; Razón.
Abstract
This paper reflects on the need for poetry and imagination in the formation of human thinking, and on how these need to be complemented with reason so that humans take a deep look on reality, knowing they are dual beings who need both elements to inhabit and transform the world. Some of the concepts used here about language are taken from Hans Georg Gadamer, while the notions of image, imagination and imaginary are based on Gastón Bachelard, finally, the concept of poetic reason is taken both from Friedrich Nietzsche and María Zambrano. These concepts are used to understand how poetic reason allows human beings to have an open thinking that allows them to explore their reality with a broader view.
Keywords: Poetry; imagination; reason; language; humanity; thinking.
La imagen poética
nos sitúa en el origen
del ser hablante.
Gaston Bachelard
La imagen nos humaniza
La imagen que se presenta y que se le ha presentado al hombre a lo largo de la vida lo pone en la capacidad de pensar todo aquello que se muestra, el hombre y el mundo son imagen desde el comienzo del tiempo y es gracias a esta que el hombre aprende a relacionarse con sus semejantes, a cuestionar los sucesos del mundo; él comprende el espacio que habita gracias a las imágenes que le permiten pensar y analizar lo que le rodea.
Es evidente que los seres humanos piensan en imágenes, se logra una comprensión del universo gracias a la imagen. ¿Qué hubiese sido de Leonardo da Vinci sin un telescopio? ¿Qué posibles cuestionamientos habría realizado Hipatia de Alejandría sin su capacidad de asombro ante la imagen del cosmos? ¿A qué conclusiones habrían llegado los presocráticos sin las imágenes que tenían del mundo? ¿Qué explicaciones mitológicas tendrían los primeros seres humanos sin la aparición de la imagen del mundo ante sus ojos? Si el Logos es palabra y razón al mismo tiempo, ¿cómo se habría construido esta sin la imagen? Las palabras permiten racionalizar un espacio y un tiempo que se presenta a través de imágenes. Imagen y palabra, siempre unidas, siempre atentas para hacer comprensible el espacio que se habita.
Las imágenes generan en el hombre el asombro ante los sucesos del mundo, para poder comprender aquello que se presenta y hacerlo palabra viva, atenta, y así trasmitir a sus semejantes la riqueza de la imagen hecha palabra, teoría, investigación, canto y poesía. Más allá de la palabra existe la imagen, la imagen que origina el pensamiento y hace que el hombre indague, busque, interrogue, y sea capaz de comunicar imágenes hechas verbo y así construir símbolos que llenen de sentido el existir mismo; sin la imagen, la palabra, el símbolo y el diálogo carecen de sentido. No es posible que se habite el mundo sin la palabra, «la palabra y el lenguaje están, evidentemente, en el principio de la historia humana» (Gadamer, 1993, p. 9), al igual que es imposible construir la palabra y el pensamiento sin la imagen. Se tratará, entonces, de comprender la cuestión de la imagen y la necesidad de esta para poder crear lenguaje, comunicación, y de cómo la imagen poética además de participar de este proceso, también enaltece al hombre, lo lleva al origen, genera inquietudes y no solo se preocupa por lo racional, intelectual o teórico, sino que profundiza en la totalidad de lo humano, de ahí su importancia, su necesidad y su trascendencia.
El hombre, el animal que caminó erguido y creó artefactos para poder habitar el mundo, se reconoce como humano en la medida en que crea vínculos con sus semejantes y es capaz de transmitirle ideas a los mismos, «Es evidente que el hombre es animal sociable, mucho más que las abejas o cualquier otro gregario. La naturaleza, como he dicho ya, nada hace en vano, siendo el hombre el único animal a quien dotó con el don de la palabra» (Aristóteles, 1973, p. 269). Por tanto, desde que el hombre adquiere el adjetivo de humano lo hace en la medida en que es capaz de convivir con y a pesar de los otros y, en este escenario creador de vínculos aparece el lenguaje no solo como mediador de dicho proceso, sino como creador del mismo. Para Heidegger «El lenguaje es la casa del ser. En su morada habita el hombre» (Heidegger, 1945, p. 11).
Ahora bien, para que este lenguaje exista y pueda darse entre los hombres debe aparecer también a su vez el pensamiento, aquella capacidad de concebir ideas dentro de la mente, las cuales permiten que el hombre «piense» esa realidad que le rodea: «Solo podemos pensar dentro del lenguaje, y esta inserción de nuestro pensamiento en el lenguaje es el enigma más profundo que el lenguaje propone al pensamiento» (Gadamer, 1992, p. 147), y para poder pensar esa realidad que le rodea debe preceder a dicho proceso la imagen que el hombre sustrae de la realidad. Por lo tanto, existe una relación intrínseca entre imagen, pensamiento y lenguaje. Sin las imágenes sobre esa realidad que los hombres elaboran en su cabeza no puede crearse un pensamiento y, en consecuencia, no puede construirse un lenguaje que le permita establecer vínculos con sus semejantes, que le consienta habitar el mundo dotándolo de sentido y significado. «El pensar lleva a cabo la relación del ser con la esencia del hombre. No hace ni produce esta relación. El pensar se limita a ofrecérsela al ser como aquello que a él mismo le ha sido dado por el ser. Este ofrecer consiste en que en el pensar el ser llega al lenguaje» (Heidegger, 1945, p. 11). Lenguaje y pensamiento aparecen simultáneamente en el hombre, porque es imposible crear lenguaje sin pensamiento y a la vez no puede crearse pensamiento sin lenguaje, ambos son fruto de las imágenes que concibe el hombre y estas a la vez también son lenguaje y pensamiento, existiendo así, una relación íntima entre estos tres elementos que le permiten al hombre acercarse a la realidad que habita.
La imagen entonces le brinda al hombre la posibilidad de pensar y de pensarse dentro de un contexto específico y comenzar a crear nuevas ideas que le permitan transformar su espacio y hacerlo en cierta medida más habitable para él y para los suyos. Imagen, pensamiento y lenguaje le ofrecen al hombre la posibilidad de evolucionar y de pasar fronteras que le permitan conocer y comprender otros horizontes más allá de su contexto. «El pensamiento, al expresarse en una imagen nueva, se enriquece enriqueciendo la lengua. El ser se hace palabra. La palabra aparece en la cima psíquica del ser. Se revela como devenir inmediato del psiquismo humano» (Bachelard, 1994, p. 11). Por lo tanto, cuando se expresa que la imagen es la encargada de humanizar al hombre, se hace en la medida en que es ella la posibilitadora de un pensamiento y de un lenguaje que le permite al hombre interactuar con sus semejantes y entablar conversaciones, como lo diría Gadamer «El conocimiento de nosotros mismos y del mundo implica siempre el lenguaje» (Gadamer, 1992, p. 147), donde no solo se accede a un intercambio de ideas, sino que, además, se establecen vínculos humanizantes entre los seres de una misma especie. «El psiquismo humano se formula primitivamente en imágenes» (Bachelard, 1991b, p. 11). La imagen, entonces, convoca a la creación de comunidades, y es allí precisamente donde surge la necesidad de dotar de sentido la existencia humana.
Ahora bien, explicado el concepto de imagen, se hace necesario abordar la relación existente entre imagen e imaginación, «queremos siempre que la imaginación sea la facultad de formar imágenes. Y es más bien la facultad de deformar las imágenes suministradas por la percepción y, sobre todo, la facultad de liberarnos de las imágenes primeras, de cambiar las imágenes» (Bachelard, 1994, p. 9). Porque la imaginación, más que replicar la imagen conocida, lo que quiere es impulsar al pensamiento a deformar aquella imagen, para convertirla en algo nuevo, en algo que le permita al psiquismo humano ir más allá de lo ya conocido por la percepción que de la realidad ofrece la imagen; de aquí, que esta imagen debe ser movimiento, acción, cambio, ruptura, que nutra el pensamiento, lo cuestione y lo ponga en posición de apertura hacia lo otro, hacia lo desconocido.
Si una imagen presente no hace pensar en una imagen ausente, si una imagen ocasional no determina una provisión de imágenes aberrantes, una explosión de imágenes, no hay imaginación. Hay percepción, recuerdo de una percepción, memoria familiar, hábito de colores y de formas (Bachelard, 1994, p. 9).
Por lo tanto, la imagen debe provocar el movimiento para así llegar a la imaginación, a aquella facultad esencial de la condición humana que le concede al hombre, no solo la capacidad de representarse, sino de romper la realidad ordinaria que le rodea y así ser creador y transformador de su entorno, de su vida. Bachelard afirma que «el vocablo fundamental que le corresponde a la imaginación, no es imagen, es imaginario» (Bachelard, 1994, p. 9), puesto que la vida se teje, se construye y se transforma a partir de imaginarios, que logran trascender el plano concreto de la existencia humana y darle sentido y valor a los símbolos que crea el hombre para cimentar su vida. «Gracias a lo imaginario, la imaginación es esencialmente abierta, evasiva. Es dentro del psiquismo humano la experiencia misma de la apertura, la experiencia misma de su novedad» (Bachelard, 1994, p. 9). La imaginación es el impulso de creación y de transformación que posee el hombre, la cual no solo le ha servido para sobrevivir a lo largo del tiempo, sino también para dotar de sentido la existencia humana, dado que la imaginación, más allá de ser una habilidad del pensamiento, es la propia condición humana. «La imaginación literaria, la imaginación hablada, la que, afín al lenguaje forma el tejido temporal de la espiritualidad» (Bachelard, 1994, p. 10); formar el tejido de la espiritualidad temporal tiene que ver con los deseos humanos de transformación y de cambio, tiene que ver con la esencia misma de lo humano, de ese germen que habita dentro de cada hombre para formarse y recrearse en el tiempo, de esa fuerza humana que le obliga a ir más allá de lo concreto, de lo ordinario, para cuestionarse y cuestionar al mundo. «La imaginación inventa algo más que cosas y dramas, inventa la vida nueva, inventa el espíritu nuevo; abre ojos que tienen nuevos tipos de visión» (Bachelard, 1996, p. 31), consintiendo así que se llegue al poema, a la imagen poética capaz de expresar al ser íntimo del hombre y a su vez es vitalidad que le otorga al hombre la capacidad de pensarse y de hallar otras formas de explicar y enriquecer la realidad.
La imagen poética es una emergencia del lenguaje, está siempre un poco por encima del lenguaje significante. Viviendo los poemas se tiene la experiencia saludable de la emergencia. Es sin duda una emergencia de poco alcance. Pero esas emergencias se renuevan; la poesía pone al lenguaje en estado de emergencia. La vida se designa en ellas por su vivacidad. Esos impulsos lingüísticos que salen de la línea ordinaria del lenguaje pragmático, son miniaturas del impulso vital (Bachelard, 1991a, p. 19).
La imagen poética surge, entonces, de estos imaginarios que logra tejer el hombre a través de las imágenes activas que le suscitan nuevas búsquedas y nuevas respuestas. La imagen poética es una constante explosión y emergencia que hace pensar al hombre y a la vez lo llena de vitalidad, al poder plantearse nuevas y renovadas alternativas sobre su quehacer en el mundo; es un llamado a la libertad del pensamiento, a la apertura de la mente y del espíritu para superar la realidad existente y dotarla de sentido. Las imágenes poéticas que invaden al hombre son las que le permiten comprender la realidad más allá de lo dado, de lo concreto y de lo inamovible, son las encargadas de enfrentar la vida y darle el sí a la existencia, esa existencia que se compone de matices y que no puede plantearse en blanco y negro, porque la riqueza humana, al igual que la poesía desborda todo límite posible. Hombre y poesía son inmensidad, la poesía devela el origen del hombre y lo pone en posición de apertura hacia sí mismo y hacia el mundo. «La función principal de la poesía, es la de transformarnos. Es la obra humana que nos transforma con mayor rapidez» (Bachelard, 2013, p. 94). La poesía es la puerta de entrada y de salida del hombre, en el sentido que es ella la que acoge al hombre en su ser más íntimo y le permite ser con los otros un creador más de la vida, porque la poesía, al igual que la pregunta, logra encender el cerebro, el alma del hombre para que este continúe asombrándose frente a lo cotidiano y lo común, rompiendo el molde ya aceptado y trascendiendo la realidad. Se hace entonces evidente, la importancia y la necesidad de la poesía en la formación del pensamiento del hombre: «Puede estar en conexión con este poder de la palabra poética justamente el que el poeta se sienta desafiado a transformar también en la palabra lo que parece estar por completo cerrado a la esfera de la palabra» (Gadamer, 1998, p. 120). La poesía, la palabra poética siempre será impulso de transformación, de apertura del pensamiento hacia lo que el mundo ofrece, para ella, nada se da por terminado.
Razón poética
La creadora y unificadora del quehacer humano, la poesía, que durante mucho tiempo permaneció rezagada por ser tildada de irracional y fantasiosa; la poesía aniquilada por la razón occidental, dominante durante gran parte de la historia, aparece ahora como la forjadora del pensamiento, como la posible constructora de un lenguaje que abarca todas las dimensiones humanas y que motiva al hombre a despertar y permitirse pensar en un mundo que se encuentra dominado por lo mediático, lo fugaz e intrascendente. «La poesía es una metafísica instantánea. En un breve poema, debe dar una visión del universo y revelar el secreto de un alma, del ser y de los objetos al mismo tiempo» (Bachelard, 1985, p. 222). La poesía despierta al hombre, le permite pensarse, no de manera horizontal, lineal y organizada, sino que lo confronta, lo estremece y le concede contemplar otros escenarios ajenos a su cotidianidad, de ahí su grandeza y su necesidad como punto de partida hacia nuevos horizontes, hacia nuevas maneras de comprender la vida, porque la poesía más que describir o replicar lo que sucede o aconteció, lo que busca es preguntarse por lo que puede suceder, por lo que puede ser posible, y dentro de este universo, todo es posible.
La razón poética y la imagen poética hacen posible trascender lo material y poder construir nuevos escenarios donde cualquier hombre puede ser incluido, porque la razón poética se hace grande y rica en su capacidad de incluir en su quehacer todo lo que la rodea. Por esta razón, no busca la unidad, sino la heterogeneidad, la riqueza de lo diferente, de lo otro, de lo ajeno, del micro relato al interior de cualquier cultura que desee pensarse y construir, a partir de sus imágenes, nuevas alternativas para vivir y convivir.
Cuando se habla de razón poética se hace necesario retomar su origen, se hace necesario entablar diálogos con aquellos que pese a toda una tradición racionalista hicieron posible su aparición, crearon puentes, rompieron el hábito y le brindaron al hombre la posibilidad de pensar su quehacer desde otras realidades, desde otras perspectivas que buscan, más que explicaciones, posibles acercamientos hacia lo más humano, hacia ese misterio que aún se desea romper y que invita constantemente a mirar más allá de lo aparente y crear nuevas realidades incluyentes para toda la especie humana. Es aquí, en ese contexto de ruptura, donde aparece el canto poético o la razón poética, no como un bálsamo o una dulce entonación, que empalaga los oídos y regala palabras bonitas a los amantes, sino como capacidad creadora y posibilitadora de entendimiento, donde tanto razón como imaginación se toman de la mano, se hacen una, para hacer entendible todo aquello que se presenta.
La razón poética, por lo tanto, es pensar la vida desde todas las dimensiones posibles, es gozar la existencia humana desde lo humano mismo, sin divisiones, ni prejuicios que mutilen la existencia, la vida. La razón poética es un llamado a la existencia desde el arte; el arte, que desde su inicio fue un unificador de conocimiento y que, además, incluye todo discurso que intenta explicar y comprender lo humano, haciéndose explícita su relación permanente con la ciencia, con la política, con la cultura, con la filosofía y con las demás ramas que intentan aproximarse a teorizar sobre la existencia del mundo y del hombre. Como lo expresaba Nietzsche: «Ver la ciencia con la óptica del artista, y el arte, con la de la vida…» (Nietzsche, 1977, p. 28). Por ello, la necesidad de forjar el pensamiento en el arte, ese trasgresor de límites y creador de sueños, que es capaz de mirar más allá de lo aparente para transformarlo. La razón poética inicia aquí su morada, rompe con la tradición racionalista y cientificista del momento para convocar a la creación desde la existencia misma y lograr con esta una comprensión profunda y más humana del mundo: «El arte es la tarea suprema y la actividad propiamente metafísica de esta vida» (Nietzsche, 1977, p. 39).
Se asume la dualidad
Nietzsche inicia su recorrido onírico, al dedicarse a comprender la vida, desde la vida misma, rompiendo paradigmas e invitando al hombre a pensarse desde una perspectiva distinta a la estipulada por la tradición, esa tradición racionalista que inicia en Grecia y que permea a todo occidente hasta la actualidad. Y es allí precisamente donde haya un punto de encuentro entre lo racional y lo imaginario, entre lo teorético y lo poético, que desde siempre han acompañado al hombre, pero que constantemente se ha puesto uno por encima del otro; la razón siempre ha triunfado, dejando a un lado a lo imaginario, precisamente porque la tradición racionalista no permite acceder y entender el discurso artístico, poético como algo que pueda conducir al hombre hacia el conocimiento. Dionisio y Apolo se levantan en la antigua Grecia con el fin de hacer comprensible al hombre todo lo que le rodea, estas dos divinidades permiten comprender la dualidad humana; lo mágico y lo racional han estado juntos desde el principio de los tiempos, sin embargo, lo racional siempre ha tenido un elevado valor ante la humanidad, puesto que la razón se ha entendido como la luz bajo la cual el hombre puede analizar el acontecer del mundo y generar transformaciones necesarias para su vida. No obstante, en esta exaltación de la razón, se ha olvidado que aquello que crea la razón ha germinado o ha surgido gracias a la imaginación.
Nietzsche, un apasionado de la vida, un trasgresor de su tiempo y un crítico frente a la sociedad de su época, logra darle un giro al escenario racionalista de occidente, al anteponer la vida con sus pasiones, sus instintos y sus emociones sobre cualquier ciencia, teoría, filosofía o pensamiento que deshumanice la vida y que la prive de su propio acontecer.
La luz diurna más deslumbrante, la racionalidad a cualquier precio, la vida lúcida, fría, previsora, consciente, sin instinto, en oposición a los instintos, todo esto era solo una enfermedad distinta –y en modo alguno un camino de regreso a la «virtud», a la «salud», a la felicidad […] Tener que combatir los instintos– esa es la fórmula de la decadencia: mientras la vida asciende es felicidad igual a instinto (Nietzsche, 1982, p. 43).
Al desnudar la pobreza de una sociedad enmarcada solo dentro del discurso racionalista, Nietzsche propone el arte como testigo y como motor del quehacer humano. Su concepción del arte no solo alude a una parte del ser humano, sino que lo abraza desde todas las perspectivas posibles y allí, tanto la razón como la imaginación son vasos comunicantes que se unen para crear e innovar, pues el arte moviliza al hombre hacia el escenario creador y forjador de pensamiento crítico y autónomo frente una sociedad cada vez más automatizada. Propone, por consiguiente, dos fuerzas naturales y presentes en el hombre desde el comienzo del mundo, dos fuerzas que convocan a la creación y que hacen del hombre un ser capaz de comprender la realidad que le rodea desde una mirada profunda que le apuesta a la vida. Aquellas dos fuerzas naturales, sobre las que el hombre se mueve y gracias a las cuales logra tener una visión «más acertada del mundo», son la apolínea y la dionisíaca, estas, basadas en dos divinidades griegas completamente opuestas, pero paradójicamente complementarias en la vida, debido a que ambas son las dos caras de la misma moneda en la que se mueve la vida; es decir, luz y sombra, sobriedad y embriaguez, desenfreno y mesura, razón e imaginación.
El dios Apolo se levanta entre los seres humanos, como el dios de la razón, de la mesura, de la luz. Para Nietzsche, es el escultor, el artista que juega con la medida y que busca la perfección, que hace armonioso y mesurado al mundo.
Apolo, en cuanto dios de todas las fuerzas figurativas es a la vez el dios vaticinador. El, que es, según su raíz, «el Resplandeciente», la divinidad de la luz, domina también la bella apariencia del mundo interno de la fantasía. La verdad superior, la perfección propia de estos estados, que contrasta con la solo fragmentariamente inteligible realidad diurna, y además la profunda conciencia de que en el dormir y el soñar la naturaleza produce unos efectos salvadores y auxiliadores, todo eso es a la vez el analogon simbólico de la capacidad vaticinadora y, en general, de las artes, que son las que hacen posible y digna de vivirse la vida. Pero esta delicada línea que a la imagen onírica no le es lícito sobrepasar para no producir un efecto patológico, ya que, en caso contrario, la apariencia nos engañaría presentándose como burda realidad. No es lícito que falte tampoco en la imagen de Apolo: esa mesurada limitación, ese estar libre de las emociones más salvajes, ese sabio sosiego del dios escultor (Nietzsche, 1977, p. 42).
El dios Dionisio es por su parte la exaltación del desenfreno y del instinto, de la sombra, de la locura, de la embriaguez. Para Nietzsche, es el músico, el artista que juega con la creación y la inspiración pura y que encuentra armonía en aquello que aparentemente carece de esta. El que acepta constantemente el cambio y aprende a apreciar la vida desde la metamorfosis, desde todos los cambios que hacen posible y entendible la existencia.
En el estado dionisíaco, en cambio, lo que queda excitado e intensificado es el sistema entero de los afectos: de modo que este sistema descarga de una vez todos sus medios de expresión y al mismo tiempo hace que se manifieste la fuerza de representar, reproducir, transfigurar, transformar, toda especie de mímica y de histrionismo. Lo esencial sigue siendo la facilidad de la metamorfosis, la incapacidad de no reaccionar. Al hombre dionisíaco le resulta imposible no comprender una sugestión cualquiera, él no pasa por alto ningún tipo de afecto, posee el más alto grado del instinto de comprensión y de adivinación, de igual modo que posee el más alto grado del arte de la comunicación. Se introduce en toda piel, en todo afecto: se transforma permanentemente (Nietzsche, 1977, p. 92)
Y así, de esta manera, logra Nietzsche desnudar la naturaleza humana, logra mostrar las dos caras de la moneda que componen al hombre, los dos ejes sobre los cuales el hombre aprende a apreciar el mundo que le rodea. Luz y sombra, razón y locura, acompañando al ser humano desde su origen en su trasegar por el mundo, brindándole motivos para crear y recrear el mundo. Ambas fuerzas forjan el pensamiento humano, y se hacen una en este, son unidad pura y heterogeneidad, que vivífica el espíritu humano, que hacen que este cuestione el conocimiento adquirido para darle una mirada profunda a su quehacer.
Desde el principio el hombre se ha forjado en dos ámbitos, en dos perspectivas, muerte y vida, amor y odio, razón y locura, siempre se ha encontrado ante la encrucijada de los contrarios, donde ambas fuerzas luchan para contraponerse una por encima de la otra. Por el contrario, Nietzsche rompe con los paradigmas de la historia vista como contraposición de contrarios y le brinda al hombre la oportunidad de pensarse como una unidad de contrarios que no se confrontan, sino que se complementan en su ser. Y puede demostrar que todo lo existente, no solo el hombre, sino todo lo que compone al universo se crea gracias a esos contrarios que logran unificarse. La tragedia griega es una clara muestra de lo anterior, pues en esta obra Nietzsche decide viajar a ese origen griego vendido por la historia, donde la razón había triunfado y donde la mesura guiaba los actos humanos, para demostrar que en aquella razón y en aquella mesura, existía una fuerza contraria que permitía crear y formar el pensamiento humano, que permitía ir más allá de lo aparente, de lo racionalmente correcto, para enseñarle al hombre que los instintos, las pasiones, la imaginación, también hacían parte de lo humano y del mundo, y que gracias a estos el hombre podía confrontar la realidad que aparecía ante sus ojos y ante su razón para entenderla.
El sentir adquiere también importancia en la medida en que Nietzsche no despoja al hombre del cuerpo, por el contrario, abre la posibilidad de que el ser humano se piense desde la corporeidad. Lanza su grito frente a la vida, para permitirle al hombre moderno vivir, pero no vivir desde lo racional y lo objetivo, sino también pensarse desde lo irracional y subjetivo, desde esa naturaleza que no puede desechar, porque de ser así, de poder hacerla a un lado, la vida mesurada, objetiva, racional no abriría campos hacia la creación, hacia esa imaginación que rompe con lo cotidiano y muestra nuevas vías para acceder al conocimiento y a la materialización de nuevas ideas. Si fuese así, el arte carecería de sentido, en la medida en que sería imposible que el hombre se impulsara hacia la creación, hacia la bifurcación de caminos que lo lleven a la comprensión del mundo que habita. El arte rompe esquemas y modelos. Gracias a esa capacidad innovadora que contiene y a esa visión holística del ser humano, el arte hace entonces que el hombre se piense, que la ciencia se interrogue y que comience a pensarse la vida desde un matiz artístico, donde los contrarios se funden para hacer comprensible el espacio y el tiempo que se habita. Sin el arte, sin la imaginación y sin el sentir, la vida carecería de sentido, porque la razón no puede responder todos los interrogantes, puesto que siempre hará falta una pieza que encaje en el rompe cabezas de la vida y es ahí precisamente donde interviene el arte para ayudar a comprender el sentido de la existencia.
Por eso Nietzsche hace una apuesta por la vida, por la vida misma sin ataduras y sin cuadrículas que le permitan al hombre salir del guion y comprender más profundamente su quehacer. El arte dionisíaco se opone a la farsa de la civilización que solo busca forjar individuos solitarios, ajenos a su comunidad, donde no es posible entablar diálogos con la vida, porque a través de la visión dionisíaca la naturaleza y el hombre vuelven a su estado inicial de unión. «Bajo la alianza de lo dionisíaco no solo se renueva la alianza entre los seres humanos: también la naturaleza enajenada, hostil o subyugada celebra su fiesta de reconciliación con su hijo perdido, el hombre» (Nietzsche, 1977, p. 44).
El arte poético inicia su canto al saberse rodeado de vida, al captar la vida desde todo escenario, donde el poeta no se aleja de su condición humana, sino que, por el contrario, encuentra su quehacer cuando entra en contacto con la vida, cuando percibe de manera intuitiva que su razón de ser es con la muchedumbre, cuando él también se hace muchedumbre y es capaz de entablar diálogos con cualquier sujeto que se siente atraído por esta forma sencilla de apreciar la vida. La poesía es impulso vital que hace que el hombre se reconcilie con su naturaleza y no desprecie las demás dimensiones que también hacen parte de su ser.
La esfera de la poesía no se encuentra fuera del mundo, cual fantasmagórica imposibilidad propia de un cerebro de poeta: ella quiere ser cabalmente lo contrario, la no aderezada expresión de la verdad, y justo por ello tiene que arrojar lejos de sí el mendaz atavío de aquella presunta realidad del hombre civilizado (Nietzsche, 1977, p. 81).
La realidad del hombre civilizado, del hombre mesurado, racional y objetivo es aquella que se proclama como única y deja por fuera las demás esferas de la vida que se opongan a su manera de comprender la existencia. Por ello, la poesía se alza ante esta figura del hombre civilizado como una liberación, la cual permite que el hombre se exprese y cante sus tragedias y sus penas desde lo hondo de su ser, se alza como generando un pacto de esperanza entre la muchedumbre que desea encontrar maneras incluyentes de comprender la vida y de apreciarla desde todas las cualidades que hacen que el hombre sea hombre, para formar su pensamiento y permitirle ir más allá de lo que se aparece en la realidad. «En el fondo el fenómeno estético es sencillo; para ser poeta basta con tener la capacidad de estar viendo constantemente un juego viviente y de vivir rodeado de continuo por muchedumbres» (Nietzsche, 1977, p. 83).
Y es así como la poesía rompe con los escenarios anteriores e impulsa al hombre a ser el forjador de su propio destino, a ser valiente y enfrentar su vida sin encasillamientos, ni propuestas que lo obliguen a hacer a un lado su naturaleza, le propone el cambio constante como fenómeno intrínseco del mundo y del hombre, y lo motiva a la adaptación a este cambio para que sus habilidades y facultades se vayan renovando y evolucionando en el trascurrir de la vida. La apuesta por la vida y para la vida es sencilla, si se dejan a un lado las máscaras y cada uno se atreve a ser auténtico, llevando las riendas de su carácter cambiante y permitiéndose habitar el mundo entre la razón y la imaginación, entre la poesía y la filosofía, entre la mesura y el instinto; solo en la medida en que cada uno reconozca su dualidad, será posible comprender profundamente el espacio que habita y ser cocreador de este.
El ser humano no es ya un artista, se ha convertido en una obra de arte, camina tan extático y erguido como en sueños veía caminar a los dioses. La potencia artística de la naturaleza, no ya la de un ser humano individual, es la que aquí se revela: un barro más noble, un mármol más precioso son aquí amasados y tallados: el ser humano. Este ser humano configurado por el artista Dionisio mantiene con la naturaleza la misma relación que la estatua mantiene con el artista apolíneo (Nietzsche, 1977, p. 43).
Una obra de arte de alma y carne, capaz de comprender el mundo que habita, forjando su pensamiento desde las dos realidades que lo conforman, sin anteponer una sobre otra, sino entendiendo que ambas son necesarias y complementarias para habitar y transformar el espacio que mora. La razón poética surge como necesidad de cambiar las tradiciones existentes dominadas por la razón y porque el hombre se permite abrir la puerta de lo imaginario, puesto que ha comprendido que la vida merece ser narrada desde lo vivencial, lo emocional y lo pasional que también conforman su ser, porque se siente y se sabe dual y comprende que ambas fuerzas son necesarias para aprender a vivir más profunda y más sencilla su existencia. «Dionisio habla el lenguaje de Apolo, pero al final Apolo habla el lenguaje de Dionisio: con lo cual se ha alcanzado la meta suprema de la tragedia y del arte en general» (Nietzsche, 1977, p. 172).
Se unen los contrarios
Ahora se hablará del universo de María Zambrano, quien acuña el término ‘razón poética’ y siguiendo los pasos de Nietzsche, le regala al hombre la sensatez de pensarse a partir de estas dos dimensiones; dos realidades que acompañan al ser humano desde su inicio, cuando surgieron las primeras comunidades, donde el verbo, el logos, la palabra se hizo presente para guiar el acontecer del hombre frente al mundo. Es bien sabido, entonces, como se anunció al principio de este escrito, el papel de la imagen, del pensamiento, del lenguaje y de la imaginación, en el proceso de humanización, donde todas estas habilidades se vuelven uno, para forjar el carácter humano y permitirle al hombre morar el mundo, a través de la palabra, aquella que hace posible, no solo la búsqueda de sentido, sino el sentido mismo de la existencia. Pero esta palabra, no solo vista desde el ámbito racional dominante de occidente, sino desde esa palabra poética capaz de trasgredir y transformar la realidad que se habita, desde esa imagen poética que obliga a ir más allá de lo aparente y a que el hombre se despoje de todo prejuicio existente en la cultura, el cual impide reconocer otras vías por fuera de la razón como posibilitadoras del conocimiento, de la comprensión de la realidad y de la unidad en la heterogeneidad.
La filosofía, el filósofo, que por su papel en la cultura como crítico y constructor de conocimiento verdadero se ha debatido ante la encrucijada de la razón, para reconocerla como única vía y como totalizadora del conocimiento, ha dejado de lado su «humanidad» para reconocer como verdadero o cierto únicamente aquel conocimiento que se fundamenta en la razón, en la objetividad, que solo puede brindar la comprensión racional. Esa comprensión racional del mundo dada desde Grecia, por esos primeros pensadores que se dedicaron a descifrar el cosmos, en la que la objetividad frente a cualquier posible descubrimiento era la meta. Zambrano, al igual que Nietzsche, pretende sacar al hombre de ese pensamiento pobre que ha invadido la cultura occidental, para enseñarle a pensar la vida desde lo vivencial, sin anteponer una vía por encima de la otra, sino demostrando que, tanto razón como imaginación, filosofía y poesía van de la mano forjando el pensamiento y haciendo que el hombre cuestione su obrar desde lo más profundo de su ser, sin excluir ninguna capacidad posible para hacerlo; porque si bien la filosofía lleva al cuestionamiento, la poesía enciende el cerebro para confrontar la existencia y, así, ambas se unifican para que el hombre comience a crear. Se sabe, pues, que la creación necesita imaginación y razón; imaginación para concebir nuevas ideas y razón para poder llevarlas a cabo. «¿Qué raíz tienen en nosotros pensamiento y poesía? No queremos de momento definirlas, sino hallar la necesidad, la extrema necesidad que viene a colmar las dos formas de la palabra» (Zambrano, 1996, p. 15), las dos formas de lo humano que permiten enterder la realidad y transformarla.
Se parte, por lo tanto, de la doble necesidad del ser humano para captar la realidad, de dos ámbitos que durante siglos han permanecido opuestos, pero que gracias algunos pensadores que decidieron salirse de la tradición racionalista, se logra vislumbrar cómo estos eternos contrarios son en realidad cómplices a la hora de formar el pensamiento humano, en la medida en que la razón dirige y la poesía comprende el horizonte.
La poesía es entonces aquella capacidad humana que logra despertar en el hombre no solo el anhelo de pregunta, sino el de hallar respuestas desde lo más profundo del ser, es la capacidad humana de responder interrogantes sobre su esencia y sobre su función en el mundo. Tal vez, Platón se equivocó al pensar la poesía como un engaño: «El filósofo a la altura en que Platón había llegado, tenía que mirarla con horror, porque era la contradicción del logos en sí mismo al verterse sobre lo irracional» (Zambrano, 1996, p. 47), porque pensar en lo irracional como posibilidad de ser y de no ser, sencillamente era inconcebible, por el carácter riguroso y metódico que durante años ha perseguido la filosofía, para poder proclamarse como la que posee la verdad, y permitirse limitar el actuar del hombre y del mundo, debido a que la razón o la filosofía trazan los límites sobre los cuales debe moverse la ciencia y el ser humano. Sin embargo, la poesía demuestra que los límites no existen en la medida en que el hombre se atreve a ser y que mucho menos puede ser un engaño aquello que es capaz de preocuparse por lo múltiple y admitir lo heterogéneo como algo intrínseco a la especie humana y al mundo.
La poesía perseguía, entre tanto, la multiplicidad desdeñada, la menospreciada heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder renunciar a nada: ni a una criatura ni a un instante de esa criatura, ni a una partícula de la atmósfera que la envuelve, ni a un matiz que la sombra le arroja, ni del perfume que expande, ni del fantasma que ya en su ausencia suscita (Zambrano, 1996, p. 19).
Y es que precisamente de eso se trata la poesía, de incluir en su quehacer todo aquello que forma parte del mundo, de enaltecer la vida sobre cualquier otro discurso, de vivificar el espíritu humano y permitirle a este narrar su existencia desde el sentir, desde la experiencia, desde la imaginación, desde ese otro lugar que también hace parte de la condición humana. La poesía es una apuesta ante la vida, porque sobrepasa los límites impuestos, ve más allá de lo aparente y racional y le brinda al hombre la oportunidad de pensarse como realidad compleja. Es darle el sí a lo existente con todas sus ambigüedades, es permitirle al hombre expresar sus pensamientos sin miedo a la exclusión, es saber entonces que la poesía es universal en la medida en que incluye a todos y a todo en su manera de comprender el mundo y el quehacer humano. «El poeta no se afana para que de las cosas que hay, unas sean, y otras no lleguen a este privilegio, sino que trabaja para que todo lo que hay y lo que no hay, llegue a ser. El poeta no teme a la nada» (Zambrano, 1996, p. 23). Es decir, no le teme a la vida y a lo múltiple, sino que, por el contrario, a través de su visión del mundo logra unificar esa complejidad de la vida, logra abrazar contrarios e incluir detalles, que en la mirada filosófica y totalizadora de la unidad pasan desapercibidos, porque la unidad que busca el filósofo es muy diferente de la que busca la poesía; el filósofo quiere ante todo la verdad y la unidad, lo universal para el logos, lo estático, lo que a la luz de la razón no puede mutar, porque ya dejaría de ser verdad; mientras que para el poeta la unidad es cambiante y heterogénea, razón por la cual se afirma que busca ante todo la inclusión, María Zambrano (1996), aclara el asunto de la verdad para la poesía y para la filosofía:
[…] El poeta no cree en la verdad, en esa verdad que presupone que hay cosas que son y que no son y en la correspondencia verdad y engaño. Para el poeta no hay engaño, sino es el único de excluir por mentiroso ciertas palabras. De ahí que frente a un hombre de pensamiento el poeta produzca la impresión primera de ser un escéptico. Más no es así: ningún poeta puede ser escéptico, ama la verdad, más no la verdad excluyente, no la verdad imperativa, electora, seleccionadora de aquello que va a erigirse en dueño de todo lo demás, de todo (p. 24).
Tal vez por ello se siente a la poesía algo más cercano y más humano, que no pretende imponer límites, sino que por el contrario desea que el hombre se desborde en la compresión del mundo que habita. «Ante las imágenes que nos proporcionan los poetas, ante esas imágenes que nunca nosotros habríamos podido imaginar por nuestra cuenta, esta inocencia del maravillarse es muy natural. Pero si vivimos con pasividad ese maravillarnos no participaremos demasiado profundamente en la imaginación creadora» (Bachelard, 1982, p. 14). La imaginación creadora busca que el ser humano sea capaz de salirse del molde y pensar esa realidad que le rodea, desde un ámbito más amplio y por qué no más humano, puesto que, el deseo de la poesía es despertar al hombre e invitarlo a crear a partir de su propia experiencia, donde tanto razón como imaginación pactan, para generar conciencia y así permitir que el ser humano asuma su destino como cocreador de la realidad espacio-tiempo que habita. «La poesía es la conciencia más fiel de las contradicciones humanas, porque es el martirio de la lucidez, del que acepta la realidad tal y como se da en el primer encuentro. Y lo acepta sin ignorancia, con el conocimiento de su trágica dualidad y de su aniquilamiento final» (Zambrano, 1996, p. 62). La filosofía, por su parte, desea sacar al hombre de esa contradicción y dirigir su vida, solo por vía racional, esa vía que, desde esta perspectiva, es la única que propicia el conocimiento, puesto que le parece inconcebible que el ser humano le dé importancia al deseo, a la pasión, a la imaginación y no a lo que realmente fundamenta su esencia, es decir, la búsqueda de conocimiento y de verdad. Antonio Machado (s.f.) explica esta dicotomía irónicamente, a través de su poema Parábolas, verso VII:
Dice la razón: Busquemos la verdad.
Y el corazón: Vanidad. La verdad ya la tenemos.
La razón: ¡Ay, quién alcanza la verdad!
El corazón: Vanidad. La verdad es la esperanza.
Dice la razón: Tú mientes.
Y contesta el corazón:
Quién miente eres tú, razón. Que dices lo que no sientes.
La razón: Jamás podremos entendernos, corazón.
El corazón: Lo veremos.
«Lo veremos», termina diciendo el poema, como sentenciando la necesidad humana de despertar las fuentes del conocimiento a través de la poesía, como si comprendiera aquella realidad dual que forma parte del hombre y que le invita a ver más allá de la razón para transformar el mundo que habita. «Lo veremos» es la invitación constante que efectúa la poesía sobre lo humano, sobre lo racional para aprender a ver con todos los sentidos; la razón sentencia que nunca podrán entenderse, sin embargo, la poesía le contesta, en un momento desafiante, que está por verse, porque sabe que al unificar ambas partes el hombre puede avanzar, no solo en el conocimiento sino en la vida mucho más de lo que su razón le permite, debido a que la razón materializa aquello que solo la imaginación puede apreciar en el horizonte. Ambas fuentes deben ir de la mano para apreciar profundamente la existencia del hombre y del mundo. Esa es la consigna, esa es la necesidad humana que se alza en medio del tedio que puede producir el mundo enmarcado únicamente desde lo racional. Porque la poesía más allá de ser una buena rima, una bonita forma de utilizar el lenguaje, es un llamado a la existencia humana, para que comprenda su vida desde el ámbito imaginario, el cual le concede profundidad a su ser, al permitirse explorar otras vías, otras maneras de interpretar y comprender el mundo para dotarlo de sentido y significado íntimo, para guiar su acontecer y el de sus congéneres. «La poesía quiere reconquistar el sueño primero, cuando el hombre no había despertado de la caída; el sueño de la inocencia anterior a la pubertad. Poesía es reintegración, reconciliación, abrazo que cierra en unidad al ser humano con el ensueño de donde saliera, borrando las distancias» (Zambrano, 1996, p. 96).
Asombro y admiración por el mundo es el regalo que le hace la poesía al hombre, para que este se permita ser, en medio de todas las ambivalencias que le ofrece el espacio que habita y que a la vez hacen parte de su naturaleza primitiva, lo invita a volver a ese origen, donde era posible no solo soñar, sino crear a través de los sueños, sueños que son los encargados de dotar de sentido la existencia humana. La imaginación es esa capacidad intelectual que le permite al hombre trasgredir el límite para descubrir nuevos acontecimientos que marcan la vida.
La poesía, la razón poética es la esencia del lenguaje, a través del cual es posible la creación de vínculos humanizantes con el mundo y con el hombre mismo, poéticamente se habita el universo. La poesía es el lenguaje mismo que permite captar la profundidad del diálogo abierto, que posibilita la convivencia entre los hombres, ¿cómo no atender el llamado poético que le hace el mundo al hombre? ¿Cómo dejar a un lado la riqueza poética que invade cada alma? ¿Cómo no formar el pensamiento desde la razón poética? Permitirse ser y estar en cada momento que se abre ante los ojos de aquel que piensa en el devenir constante del mundo, abrir nuevos horizontes, traspasar las fronteras habituales y regalarse el milagro del pensar más allá de lo habitual, asumir su papel en el mundo como cocreador del mismo.
Lo imaginario no encuentra sus raíces profundas y nutricias en las imágenes; necesita primero una presencia más próxima, más envolvente y material. La realidad imaginaria se evoca antes de ser descrita. La poesía es siempre un vocativo. Es como diría Martín Buber, del orden del Tú antes de ser del orden del Eso. Así, la Luna es en el reino poético materia antes de ser forma; es fluido que penetra al soñador. El hombre, en su estado de poesía natural y primera (Bachelard, 1996, p. 185).
La razón poética forma el pensamiento humano, enriquece la mirada, amplía la conciencia, dota de sensibilidad la comprensión, da profundidad al diálogo, permite la movilidad de la reflexión y es la armonía en el caos existencial. Es el canto esperanzador de este tiempo y de este espacio. La razón poética es la facultad de pensar y sentir esta realidad desde lo hondo de la condición humana, la cual siempre buscará la manera de sobrepasar y transformar lo que existe.
Las artes son las que
hacen posible y digna
de vivirse la vida.
Friedrich Nietzsche
Referencias
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Zambrano, M. (1996). Filosofía y poesía. México D.F: Fondo de Cultura Económica.