RHS. Revista. Humanismo. Soc. 6(1): 4 - 6, 2018

De una juventud utópica a una juventud atópica

A cincuenta años del Mayo francés

https://doi.org/10.22209/rhs.v6n1a05a01

La pregunta por el mayor problema que se presenta al momento en la juventud actual puede generar multiplicidad de respuestas, que van desde la falta de oportunidades, reales y efectivas, en los órdenes formativos (artístico, técnico, tecnológico, profesional) y laborales, hasta las consecuencias que de ello se derivan, evidenciadas en los índices de desempleo y criminalidad que incluyen de modo superlativo a sujetos entre los 18 y los 26 años de edad, franja juvenil según el estándar de la Organización de Naciones Unidas. Sin desconocer ni minimizar esta realidad dramática, asiste la certeza de la necesidad de superar el lugar común para plantear una respuesta al interrogante en otros términos: la juventud de hoy renunció a las utopías.

De saberse y sentirse ordenada en su presente y determinada para su futuro por las generaciones de los adultos, la juventud invisibilizada reclamó para sí, hace justo cincuenta años en las calles y plazas de París, un estatuto de autonomía que le permitiera ser, construyendo su propio proyecto y habitando el espacio de su sola pertenencia. En 1968 nació la juventud cual proyecto utópico donde los sueños y las esperanzas, las ilusiones y las posibilidades definieron y marcaron un nuevo rumbo para dar a la vida en transición de la infancia a la adultez en la temporada única cuando se libran las grandes batallas de la existencia: las batallas contra el vacío y la barbarie. El imperio del grafiti validó y convalidó los vuelos elevados de la naciente juventud. ¿Qué quieren los jóvenes? Ser realistas, pedir lo imposible. ¿Qué demandan los jóvenes? Cambiar la vida, transformar la sociedad. ¿A qué se comprometen los jóvenes? A no ser ni robot, ni esclavo. ¿Qué norma acogen los jóvenes? Queda estrictamente prohibido prohibir…

El Mayo francés se constituyó en el preámbulo de los movimientos de contracultura, o underground, que tuvieron a los jóvenes por protagonistas, a Dany le Rouge (Daniel Cohn-Bendit) por precursor, a The Beatles por evangelistas, a los hippies por propagandistas y, en nuestro contexto, a Rayuela, y su patafísica (ciencia de lo absurdo), como manual de instrucciones.

No obstante una juventud recién aparecida, y con vocación de eternidad, pronto, muy pronto, se esfumó. La observación del sociólogo esloveno Slavoj Žižek es contundente:

Recordemos el reto de Lacan a los estudiantes que se manifestaban: «Como revolucionarios, sois unos histéricos en busca de un nuevo amo. Y lo tendréis». Y lo tuvimos, disfrazado del amo «permisivo» posmoderno cuyo dominio es aún mayor porque es menos visible. Aunque no hay duda de que esa transición fue acompañada de muchos cambios positivos
–baste con mencionar las nuevas libertades y el acceso a puestos de poder para las mujeres–, no hay más remedio que insistir en la pregunta crucial: ¿tal vez fue ese paso de un «espíritu del capitalismo» a otro lo único que realmente sucedió en el 68, y todo el ebrio entusiasmo de la juventud que reclamaba identidad y reconocimiento no fue más que un modo de sustituir una forma de dominación por otra?

Este contexto pone en la situación problemática que se quiere destacar: una juventud de reconocida a desconocida, una juventud de autónoma a sometida, una juventud de productora a reproductora, una juventud de animada a fatigada, una juventud de convocada a obligada, una juventud de creativa a mimetizada, una juventud de esperanzada a desesperada y desesperanzada, una juventud de confiada a aterrada, una juventud de ilusionada a desilusionada, una juventud de sueños a pesadillas, una juventud de joven a avejentada… En suma, una juventud desprovista de lo más auténtico de la juventud: la utopía. La utopía, definida, celebrada y cantada a la particular manera de Joan Manuel Serrat:

Se echó al monte la utopía perseguida por lebreles / que se criaron en sus rodillas y que al no poder seguir su paso, la traicionaron; / y hoy, funcionarios del negociado de sueños dentro de un orden / son partidarios de capar al cochino para que engorde. / ¡Ay! Utopía, cabalgadura que nos vuelve gigantes en miniatura. / ¡Ay! ¡Ay, Utopía, dulce como el pan nuestro de cada día! / Quieren prender a la aurora porque llena la cabeza de pajaritos; / embaucadora que encandila a los ilusos y a los benditos; / por hechicera que hace que el ciego vea y el mudo hable; / por subversiva de lo que está mandado, mande quien mande. / ¡Ay! Utopía, incorregible que no tiene bastante con lo posible. / ¡Ay! ¡Ay, Utopía que levanta huracanes de rebeldía! / Quieren ponerle cadenas. / Pero, ¿quién es quien le pone puertas al monte? / No pases pena, que antes que lleguen los perros, será un buen hombre / el que la encuentre y la cuide hasta que lleguen mejores días. / Sin utopía la vida sería un ensayo para la muerte. / ¡Ay! Utopía, cómo te quiero porque les alborotas el gallinero.

La ausencia de utopías es resultado apenas si natural de una lógica causal que viene desde la misma desestructuración de los núcleos familiares y los tejidos sociales. Las condiciones de existencia, de extremas dificultades que convierten el vivir en un sobrevivir, la carencia de referentes, principalmente paternos, la temprana incursión en escenarios otrora vedados a los menores, la merma notoria en los procesos de calidad educativa en los que, más que formar para la vida a partir de los intereses, las habilidades y las capacidades, se informa sobre un cúmulo de datos inútiles orientados a la suerte cuantitativa en las pruebas de evaluación que aplica el Estado a fin de poder acceder a sus dádivas limosneras y las experiencias de las más absolutas orfandad y soledad en medio de las que crecen hoy los niños y maduran los adolescentes son, entre otros muchos, los nudos de amarre insoluble de esta tragedia juvenil.

En el marco conmemorativo del cincuentenario del nacimiento de la juventud, y para que, a la manera de Savater mirando a la París sesentayochesca no digamos que «la esperanza fue lo último que se perdió», es preciso proponer como alternativa, más que de solución, de tramitación a este agobiante problema, la implementación de unas audaces políticas públicas que se gestionen en términos de: 1) intervención en las familias y en las escuelas para que los niños crezcan y los adolescentes maduren en proyección a una juventud autónoma, creadora, propositiva; 2) convocatorias permanentes a los jóvenes para que reflexionen sobre su ser y sobre su hacer; 3) apertura de mecanismos de oportunidades económicas, solidarias, no asistencialistas, para que todos los jóvenes, citadinos y provincianos, artistas y científicos, silvestres y académicos…, sueñen, vuelvan a soñar, mirando al cielo con los pies bien afincados sobre la tierra.

Educar no es academizar, mucho menos en perspectiva de ingreso al mundo de la productividad capitalista que llena de cosas materiales, pero priva de sensaciones espirituales; educar es permitir que el otro llegue a ser quien es, quien tiene que ser. Y en este orden de ideas, y para rejuvenecer el rostro envejecido de la juventud atópica, sin utopías, acompañar el proceso de los jóvenes de modos afectivo y efectivo a partir de lo que quieren ser, no de lo que el sistema quiere que sean: médico quien quiere ser médico, bombero quien quiere ser bombero. A la manera del discurso pronunciado por Gabriel García Márquez, el 23 de julio de 1994, al presentar el informe de la Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo, Por un país al alcance de los niños, que los jóvenes recobren la utopía, otro modo de decir sueño, esperanza, ilusión, desde una educación inconforme y reflexiva, haciendo solo lo que se ama, porque es lo único que otorga felicidad.

Víctor Arteaga Villa

Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas