Desde hace muchos años y en diferentes latitudes se ha venido hablando del fracaso de la
educación, encontrando como referencia múltiples descripciones, que lo llevan a uno a pensar
seriamente que, como lo dijera uno de los autores, español él, ya desde los años 70 del siglo
pasado, cuyo nombre no recuerdo que la «Educación es un fracaso», titulando así una de sus obras.
En los inicios de la misma década, Evertt Reimer, había escrito el libro
La escuela ha muerto, el que bellamente colofonaba diciendo: «Doy gracias a mi abuela,
porque nunca me mandó a la escuela». No sé cuántos de quienes asisten hoy a los
procesos de la educación formal en las aulas, piensan, porque no se atreven a
manifestarlo abiertamente, en maldecir a quienes por una u otra razón «los
tienen en la escuela». Y qué decir de una de las últimas producciones acerca de las mismas preocupaciones elaborada por
Jurgen Klaric, en un sobrecogedor documental que encontramos con el nombre de Un crimen
llamado educación. Solo referencio estas obras, porque a falta de espacio, nos quedaríamos
muy cortos en su enumeración y seguro, que aumentarían nuestras preocupaciones.
Si nos vamos un poco más lejos y nos adentramos en el siglo V antes de nuestra era, en los
diálogos socráticos, que más que hacer preguntas para que otro respondiera estaban basados
en el surgimiento de nuevas preguntas, Sócrates no hacía referencia en ellos a preguntas
que tuviesen que ver con: cómo aumentar el volumen del comercio entre las naciones; o
cuáles eran los saberes propios para ser un buen artesano; o cuáles son aquellos remedios,
naturales en esa época me imagino, que servían para aliviar los males del cuerpo; o cuáles
serían las leyes que hacían falta para mejorar la calidad de vida en la polis; o sobre cómo
aumentar la resistencia de las poleas. Las preguntas básicas y profundas de Sócrates,
tenían que ver y mucho más allá de las limitaciones conceptuales que hoy poseemos y que
nos circunscriben, en muchos casos, con hacer preguntas que rayan en la obviedad o que
tienen que ver con los limitados conocimientos que se han podido compartir con quienes
son nuestros, tal vez, sufridos estudiantes. Las preguntas de Sócrates, ayer como hoy,
son preguntas relacionadas con el propio ser humano, la vida, la filosofía, la ética,
la estética. ¿Por qué nos distinguimos? ¿Cuál es la mayor de las virtudes?
¿En qué consiste la felicidad? ¿Cómo podemos buscar la felicidad? ¿Cuál es la
diferencia entre el bien y el mal? ¿Qué hace que un hombre sea justo? ¿Qué es
la virtud? ¿Qué es la moderación? ¿Qué es la justicia? ¿Qué es la bondad? ¿Qué
es el coraje? ¿Qué es la piedad?
Sócrates, no solo en sus diálogos, sino en todos sus planteamientos de carácter educativo,
que lo fueron en su gran mayoría, tenía claro que el objetivo central de la pedagogía
era preparar al individuo en los terrenos más valiosos de la vida, para que al final
fuese un buen hombre, una buena mujer.
De la misma manera encontramos más de sesenta referencias, sobre definiciones elaboradas
por aquellos autores considerados «padres de la educación», coincidiendo todos en que el
objeto central de la educación es hacer del proceso algo netamente humanizante y del
ejercicio como tal buscar la humanización de los individuos, sin olvidar, que más de
uno de esos autores acuñan sus definiciones con la aproximación a lo que debe ser el
sistema, aduciendo que la educación es «el sistema donde el individuo aprende a vivir».
Nada más deseable hoy, pero al mismo tiempo nada más lejano de lo que hacemos hoy.
Sinceramente y con sentido de autocrítica, tal vez podríamos afirmar de la academia
existente en el mundo que no hace ni lo uno ni lo otro: humanizar y promover aprendizajes para
el bien vivir.
No en vano apreciamos, cuando hacemos todos los esfuerzos que sean necesarios para ofrecer
una educación, en el área de conocimiento que sea, que valore el ser, el saber, el sentir,
el pensar y el hacer como condiciones netamente humanas.
Parafraseando un programa político, llamado por su gestor: «acuerdos sobre lo fundamental»,
sí tengo que afirmar que en educación definitivamente nos faltan acuerdos sobre lo fundamental.
Estoy seguro que son múltiples los aspectos sobre los cuales tendríamos que llegar a acuerdos.
Acuerdos que nos tienen que llevar al compromiso serio y contundente acerca de lo que tiene
que ser más importante para la sociedad, las academias, los gremios, los individuos, cuál
es el perfil del ser humano profesional, privilegiando aquellos aprendizajes que habiliten
y potencialicen el ser, el saber, el pensar, el sentir y el hacer, sobre perfiles
que abiertamente exigen los mercados laborales actuales, basados, casi que exclusivamente,
en el saber y en el saber hacer. Desafortunadamente, nos quedamos con respuestas muy pequeñas,
máxime cuando así está establecido en los criterios y parámetros de evaluación por competencias
dando cuenta solo de lo que el individuo sabe y hace. Qué mal, que solo nos quedemos
preparando gente que sepa y haga en un mundo de empleabilidad laboral y de muy pocas
expectativas sobre la autonomía, el asombro, la resiliencia, la incertidumbre, la creatividad,
la resolución de problemas, la toma de decisiones y motivación al logro, afrontamiento
del éxito y del fracaso, que nos puedan ofrecer los seres humanos, solo por mencionar algunos
de aquellos componentes del ser que hoy llaman, para mí de manera equivocada: «habilidades
blandas», puesto que dichas competencias o habilidades son las que hacen mucho más fuertes
a los seres humanos.
Es verdaderamente una lástima que aquellas funciones primigenias de la educación, como son la humanización y formación para el bien vivir, hayan desaparecido en el mundo moderno. Por ese motivo, las academias de hoy no forman en los temas centrales de la existencia. Y si algo refleja el vacío y la orfandad que padecemos en esas materias, y a la vez nuestro afán de adquirir ese conocimiento fundamental y perentorio, es la proliferación de desencantos y frustraciones, no solo frente los ejercicios profesionales sino ante la vida misma.
Y parece que no nos damos cuenta. Durante mucho tiempo, y aparte de algunas clases menores
sobre comportamiento ciudadano, economía y geopolítica, no existen cursos de calidad y hondura,
que permitan formación alrededor de los aspectos esenciales de la vida. Por esa razón, llegamos
a la edad adulta con los conocimientos básicos de un oficio, pero en cambio no tenemos ni la
menor idea de cómo ser buenos padres, buenos hijos, buenos compañeros de trabajo, buenos
amantes o buenos ciudadanos.
Vengo hablando desde hace ya buen tiempo, que todo lo que se produzca a través del
aprendizaje debe ser provocado. Sí, provocado; es decir, movido desde el interior para que
aquello que debemos aprender nos guste, nos incite, nos excite, nos asombre, nos conmueva…
simplemente, lo aprendamos. Los maestros de hoy en día, cambiando profundamente sus formas
de ser y hacer, pensar, sentir y saber, constituyéndose en verdaderos provocadores, deben
apuntar, dentro de su nuevo rol a ser provocadores, que no es otra cosa que despertar el
deseo en sus estudiantes con palabras, gestos y acciones por aprender y mejor aún, cuando
se trata de aprender a aprender. Definitivamente, como lo hemos expresado también en algunas
otras oportunidades, quienes educamos no estamos haciendo la tarea o, lo que estamos haciendo,
lo estamos haciendo mal.
La educación, y más en nuestras sociedades actuales, es el eje o nodo central de todo proceso
de humanización, pues, en síntesis, tiene como meta suprema formar a las personas para que
sean buenos seres humanos. Buenos seres humanos, no son otra cosa que personas éticas y morales
que sean capaces de vivenciar e internalizar valores, tales como la honradez, la honestidad,
la fidelidad, la verdad, la humildad, la sencillez, el respeto y la tolerancia, entre otros;
simplemente, seres humanos que posean todas aquellas habilidades y competencias necesarias para
ser buenos hijos, buenos esposos, buenos padres, buenos amigos, buenos compañeros de trabajo,
buenos amantes y, ante todo, buenos ciudadanos. Desafortunadamente, en muchos claustros
académicos, todo lo anterior son aprendizajes que se adquieren fuera de las aulas y se
endilga la responsabilidad a la familia, a la iglesia o a la sociedad. Pues la academia
solo se preocupa apenas de educar para ser buenos profesionales y que aquellas competencias
específicas disciplinares, afloren en toda su fortaleza en las diferentes pruebas que
«ranquean» esos mismos claustros. De verdad que nos estamos quedando muy cortos, cuando
las metas las colocamos en una tarea solamente profesionalizante. Hoy las sociedades no
confían y, por tanto, no creen en esas excelencias académicas, solo visibles en el dominio
de las áreas de un conocimiento determinado, mientras poco aparecen o son invisibles todas
aquellas habilidades y competencias que están llamadas a marcar realmente diferencias
comparativas y competitivas como seres humanos.
Nos queda el desafío, puesto que desde tribunas como esta nuestra revista institucional, no solo
debemos generar espacios para la reflexión, sino suscitar espacios para el debate abierto y
las propuestas para la acción que nos lleven a la modernización, actualización y adecuación de
los procesos formativos humanizantes, puesto que, en el corto tiempo, serán los que realmente
estén marcando las diferencias reales en torno a los compromisos de modernización que tiene que
tener la academia como un todo; máxime cuando se trata de la educación superior, de la cual
se dice, que si no lo hace, y específicamente en este campo, pesa sobre ella una fuerte y cierta
amenaza de desaparición, al menos si no físicamente, sí de los estándares de calidad que hoy
exige la sociedad.