Sobre el dolor

 

Ana Cristina Restrepo Jiménez*


Filiación

*Comunicadora Social – periodista, Universidad Pontificia Bolivariana
Especialista en Periodismo Urbano, Universidad Pontificia Bolivariana
Magíster en Estudios Humanísticos, EAFIT
@anacrisrestrepo Contacto

 

Recibido: agosto 2017. Aceptado: diciembre de 2017.
Para citar este artículo: Restrepo Jiménez, Ana Cristina (2016). Sobre el dolor. Rev. Humanismo y Sociedad, 4(2). https://doi.org/10.22209/rhs.v4n2a06

Pocas escenas son tan reveladoras como las de una sala de velación, los susurros en torno a un cadáver o sus cenizas. En sociedades como la nuestra, sacudidas por el dolor y los sentimientos de culpa, celebrar la vida de alguien que yace en un ataúd y admitir que permanecerá como tal (m-u-e-r-t-o), es un atrevimiento.

Las bellas artes han dado cuenta de nuestra relación con la muerte: desde la imagen de “Ofelia”, de John Everett Millais (1852), hasta la de “Los suicidas del Sisga”, de Beatriz González (1965); pasando por la “Masacre en Corea’” de Picasso (1951). La misa en D menor (K. 626), Requiem de W.A. Mozart (1791). La parca en García Lorca, en Baudelaire… en Christopher Hitchens.

Los periódicos se ahorran la poética: muchos lectores buscan las muertes en Bojayá, París, Bruselas; los más viejos, hojean los diarios para llamar a lista en la página de obituarios: esta estudió conmigo, este era vecino de la cuadra. Buscan su propio nombre en letras de molde.

Después de una muerte, quedan los vivos. Con ellos, el dolor. Y las formas de alivio. El catolicismo nos ha adiestrado en el consuelo a través de la imagen de la resurrección; los mismos mantras se repiten en sofás, lechos de enfermo, hospitales, velorios: «Está en el cielo», «Encabeza un coro de ángeles», «Alcanzó la eternidad» (como está el mundo: la vida eterna más parece una amenaza).

Lo que tuvo origen en una metáfora, en una serie de crónicas alucinantes –evangelios– ha degenerado nuestra visión del dolor. Lo ha banalizado. Desde las grandes jerarquías hasta párrocos y fieles, replican la misma «ruta de acción» frente al dolor: la imagen de la resurrección. «La resurrección es el triunfo de la esperanza», responderán los fieles. Esperanza sí, basada en una falacia.

La ficción de la resurrección es especialmente molesta cuando se dirige a los niños para trivializar uno de los dolores más hondos (y que, tal vez, sufren por primera vez): la pérdida de un ser amado.

En semejante estado de fragilidad, pocos le echan mano al freno de emergencia: cuestionar. La obediencia a veces inocente y bien intencionada del discurso de la resurrección, esquiva el problema mayor: lidiar con la Muerte. Con lo desconocido, la ausencia, el silencio, la soledad. Es otra forma del control social basada en el temor al hombre libre como regulador de su propio comportamiento.

En el ensayo “Eichmann en Jerusalén”, Hanna Arendt escribe sobre «la banalidad del mal»: considera que Adolf Eichman, teniente coronel de las S.S., no era un monstruo sino un borrego que obedecía órdenes. Un mito –la superioridad de una raza– para acabar con millones de vidas: una suerte de dogma político orientado por un factor biológico.

Si robáramos sus palabras para hablar de «la banalidad del dolor» (y sin la ambición de elaborar un parangón detallado), el mecanismo es inverso: un discurso dominante para despojar a las tumbas de sus moradores. Un mito –la resurrección– para que millones de vidas sean eternas: un dogma religioso orientado por la magia que suplanta a la espiritualidad, desfigura la trascendencia.

¿Por qué perdura y es efectiva la historia de la resurrección?

Quiero pensar que, para algunos, la resurrección es su dosis necesaria de ficción para sobrevivir; lo que otros encontramos en la literatura. Pasar la página puede ser difícil. Llegar al final de un buen libro, inaceptable.

La vida es una. Finita. Irrecuperable. Vivir con esas tres certezas es más difícil, pero nos quita una cruz de encima.